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A cuchillo

El alarmante cierre de las pescaderías: la panga de Vietnam contra la bacaladilla malagueña

COLUMNA | El Gremi de Peixaters alerta de que en Cataluña han desaparecido el 24% de las pescaderías en seis años. ¿Por qué sucede y cómo afecta a nuestro patrimonio culinario?

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Pescadero muestra un pescado en una parada de mercado / Foto: Instagram Gremi de Peixaters de Catalunya / El alarmante cierre de las pescaderías: la panga de Vietnam contra la bacaladilla malagueña

Sin pescado en la mesa, la mediterraneidad, en el más amplio sentido de la palabra, no existe. No hay ni puertos, ni lonjas, ni marineros, ni cultura gastronómica. El entorno se diluye y el capital se enseñorea en grandes superficies y locales de nuevo cuño donde se come según apetencias creadas ex profeso. 

Han tomado las riendas dejando en el olvido el tejido social que urdió redes físicas y mentales con el barrio, el pueblo o la ciudad entera. Puedo poner el ejemplo de La Barceloneta, Cambrils, Badalona o Montgat, pero es probable que su desastroso ejemplo se contagie a otras zonas del litoral español. 

La subida de los precios del pescado es una de las razones que esgrimimos cuando nos alejamos de la puerta de la pescadería. Obviamente, el pescado no es barato. Pero ésta es una queja antigua que Sorolla argumentó mejor que nadie en su famoso cuadro.

Tan solo varían las circunstancias: subida del coste de los carburantes, legislación de cuotas de pesca según tratados de la Unión Europea, vedas a cumplir de las que están excluidos los barcos de arrastre de países extracomunitarios que venden su mercancía en España, dureza extrema de las condiciones labores en mares esquilmados y competitividad en condiciones de desigualdad.

David contra Goliat, Carrefour contra la pescadería de barrio, la panga de Vietnam contra la bacaladilla malagueña, mi mercado y el suyo. 

David contra Goliat, Carrefour contra la pescadería de barrio, la panga de Vietnam contra la bacaladilla malagueña, mi mercado y el suyo. Soberanos locales, lacayos globalizados. 

Sin embargo, el bajo consumo del pescado se debe a razones más complejas. El pescado es tan caro como lo es un buen queso, una buena ternera, un vino o una legumbre, pero el consumidor no lo sabe porque vive de espaldas al alimento y de cara a un lineal.

Nada que pueda comerse con ciertas condiciones de calidad y salubridad para todos los implicados en el proceso de producción de un alimento es barato. Todo lo demás es un espejismo, un trompe l’oeil que el consumidor habituado al fraude asume mientras lee con tranquilidad de conciencia una etiqueta que no garantiza nada más que lo que se va a meter entre pecho y espalda se ajusta a la ley —hecha la idem, hecha la trampa— y no le matará, al menos, no hoy. 

Llevamos décadas preparando ensaladas con sucedáneos de peces muertos en forma de barritas anaranjadas, tiritas de plástico con guindilla y ajo envueltas en más plástico y filetes rebozados de algo harinoso que llaman pescado.

Llevamos décadas preparando ensaladas con sucedáneos de peces muertos en forma de barritas anaranjadas, tiritas de plástico con guindilla y ajo envueltas en más plástico, nuestros hijos se zampan en los comedores escolares filetes rebozados de algo harinoso que llaman pescado, los más osados se atreven con media dorada del supermercado o un salmón sin espinas, —¡por favor!— y los más exquisitos van a Ametller Origen y compran sushi para cenar, que es el colmo de la modernidad. 

Aún a riesgo de crear una caricatura de la situación actual, ese es todo el pescado que comemos los españoles de la última generación, excepto el día que comemos en casa de la suegra que se ha currado un arroz o una merluza a la vasca de llorar…. Porque eso es lo que haremos cuando ella ya no esté. 

Lo que está sobre la mesa de nuestra señora madre, que Dios guarde muchos años, ha sido comprado en una pescadería de barrio donde la conocen. Saben que sabe, saben que exige, que compra merluza de pincho o de palangre, firme como una veinteañera y con los ojos brillantes, que la pide en dos supremas porque se lleva cabeza, agallas, espinas e higadillos. Pregunta de dónde viene y cuándo llegó y, si no lo ve claro, se larga o compra congrio para guisar con guisantes, o pagel para hacer al horno con patatas panaderas.

Si no hay almejas, porque hay veda o son muy caras, compra mejillones del delta del Ebro, más baratos y muy sabrosos, siempre de mayo a junio, como el bonito del Norte. Si ve morralla, la une a la cabeza y la espinas de la merluza y preparará sopa con sofrito clásico, picada y un puñado de arroz.

En la pescadería se dejará entre 50 y 60 euros y dará de comer a seis personas. Más o menos lo mismo que le costaría una tabla de embutidos tirando a mala, tres chuletones de wagyu o un whisky de Malta. Cuestión de prioridades. 

Se dejará entre 50 y 60 euros y dará de comer a seis personas. Más o menos lo mismo que le costaría una tabla de embutidos tirando a mala, tres chuletones de wagyu, un whisky de Malta o un cartón de Marlboro made in EEUU. Cuestión de prioridades. Ni más ni menos. 

En la pescadería otra vecina se devana los sesos para darle al nieto algo de pescado real. Prueban a endiñarle una brótola que la pescadera filetea con un láser de precisión, o una pescadilla que se muerda la cola en un alarde de activismo alimentario educativo contra viento y marea. Pero es imposible porque la criatura berrea como un espartano ante un plato de bodrio. ¿El gusto nace o se hace? Se hace. A ser posible fresco, poco hecho y de temporada

Con todo, y entre todos, los fans del pescado y los que reniegan, pero entran empujados por la curiosidad o el nutricionista, esta tienda de barrio se mantiene. Y ella, a su vez, mantiene a la flota de bajura de Arenys, la Barceloneta, Vilanova i La Geltrú, Blanes, Palamós, San Carles de La Ràpita o l’Ametlla que compiten con la pesca industrial, a los restaurantes locales y las casas de comida que perpetúan el enorme recetario de nuestras costas, a las familias que le dedican sus esfuerzos diarios mientras sobreviven en una forma de vida ancestral, respetuosa con todo aquel que nade, corra o vuele y, en definitiva, a una economía circular de la que dependemos todos.