El mercado ha muerto: ¡viva el mercado!

COLUMNA | La campaña de la ONG Justicia Alimentaria ha vuelto a destapar una necesidad: reivindicar los mercados y un sistema alimentario más justo

Inés Butrón. Autora en Hule y Mantel

Escritora, periodista y profesora de Historia de la gastronomía

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Pescadería en el Mercado Nuestra Señora de África de Tenerife / Foto: Antonio Ron
Pescadería en el Mercado Nuestra Señora de África de Tenerife / Foto: Antonio Ron

La campaña de la ONG Justicia Alimentaria “Los mercados se mueren” ha destapado, por fin, la caja de los truenos, aunque para ello haya sido necesario herir susceptibilidades. La imagen de la podredumbre es tremendamente poderosa porque connota muerte lenta, desidia, agonía y, sobre todo, inmundicia.

Deduzco —lo contrario hubiera sido absurdo e inútil— que no era la pretensión relacionar estos substantivos con una determinada comunidad ni territorio, pero sí con un sistema alimentario que hace aguas por todas partes y cuya punta del iceberg es el estado lamentable en el que se encuentran algunos de nuestros mercados municipales.

No querer verlo ni asumirlo no sólo no va a conseguir que el problema desaparezca, sino que nos hace cómplices. Y ese era el objetivo de la campaña: hacer reaccionar a la ciudadanía para que reclame el derecho a un sistema alimentario más justo.  

Ese era el objetivo de la campaña: hacer reaccionar a la ciudadanía para que reclame el derecho a un sistema alimentario más justo.  

Analizar el porqué de esta muerte anunciada es, probablemente, uno de los temas más complejos y paradójicos al que nos enfrentamos como sociedad. Tras cuarenta años de supuesta abundancia, el Occidente que se llama a sí mismo civilizado, olvidó que una de las características del ser humano es la capacidad para transformar y conservar los alimentos.

Grosso modo, lo que comúnmente llamamos cocinar no es más que el aprovechamiento de los recursos naturales de un territorio que nos permiten sobrevivir. Para ello necesitamos unos conocimientos prácticos transmitidos de generación en generación que, además de proporcionarnos salud y bienestar, nos aportan un sentimiento de pertenencia al grupo humano con el que compartimos nuestra comida.

Los alimentos tienen, además, la función no menos desdeñable, de conectarnos con los ciclos de la naturaleza, origen y final de esta cadena que llamamos alimentación humana. Esta sencilla evidencia fue connatural a cualquier sociedad en la medida que de ello dependía su continuidad. Y no solo en las sociedades agrarias, sino también en las ciudades donde los alimentos llegaban a través del filtro de los mercados de abastos, puente tendido entre una naturaleza proveedora y el ciudadano.

¿Qué ha ocurrido, pues, durante estos años de ilusa abundancia y alegría consumista/depredadora? Simplemente, que nos hemos adocenado. Hemos sucumbido a una necesidad creada, que no real, por la industria agroalimentaria que, bajo la premisa de facilitarnos la vida ahorrándonos tiempo, nos ha devuelto a la ignorancia de milenios atrás.

Tenemos más comida que nunca y menos capacidad que nunca para autogestionar nuestra alimentación.

Tenemos más comida que nunca y menos capacidad que nunca para autogestionar nuestra alimentación, lo que se traduce en una dependencia total de agentes externos cuyos negocios y enormes beneficios se basan en nuestro desinterés por los alimentos y su manipulación.

Obviamente, esto es especialmente sangrante entre los grupos de población con rentas más bajas, menor formación y trabajos más precarios. Los educadores se encuentran a diario con niños cuyas familias son incapaces por varios y complejos motivos de suministrar a sus hijos una alimentación mínimamente saludable, para lo que se proponen parches, que no soluciones, como educar en nutrición a niños y adolescentes sin poder de decisión en sus hogares. 

En esta convulsa paradoja de sobrealimentación industrial insana, ignorancia y apatía nos encontramos con los mercados (ágoras en el mundo clásico, espacios para el abastecimiento y la socialización) cuya primera función es abastecer y, la segunda, educar en valores y cultura alimentaria.

En lugar de mercados, ponemos supermercados despersonalizados, “apátridas y atemporales” (M.Vázquez Montalbán, dixit) con una oferta mayor de ultraprocesados y platos listos para consumir.

Sus responsables, nosotros y las administraciones, colocamos en su lugar supermercados despersonalizados (el trato humano es clave en la educación alimentaria), “apátridas y atemporales” (Manuel Vázquez Montalbán, dixit) que agudizan la situación con una oferta cada vez mayor de ultraprocesados y platos listos para consumir, tal y como anunciaba hace poco el gigante Ametller Origen. 

A la falta de políticas e ideas que promuevan adaptaciones del espacio y los horarios de los mercados sin necesidad de llegar a la vía fácil de la gourmetización (especulación inmobiliaria del terreno sobre el que se asientan los mercados) se suma una gestión demasiado burocratizada y cara del traspaso de paradas. Pero, y por encima de todo, falta aumentar la venta directa de productos de nuestro entorno como valor añadido, mercados que se conviertan en referentes locales de salud y sostenibilidad.  

En los últimos tiempos, para más inri, nos encontramos con no pocos eventos gastronómicos que reutilizan la palabra mercado o market con fines lúdicos, gourmets o de promoción de productos premium que, siendo objetivos muy loables, acaban por confundir al ciudadano que asocia mercado de abastos con alimentos caros e inaccesibles.

Las palabras son armas de doble filo porque incluyen lo que los lingüistas llaman connotaciones, significados añadidos cultural y emocionalmente tan o más importantes que el significado primigenio. Sin embargo, esta asociación de ideas con la que juega el márqueting gastronómico denota desconocimiento de la realidad —o voluntad de reconducirla— puesto que, tradicionalmente, los mercados de barrio abarcaban todo el abanico de productos y precios atrayendo así a todas las clases sociales

Si se sabe cuándo, qué y cómo comprar, el ahorro es evidente. (...) Pero, para ello, y volviendo al inicio, hay que tener la voluntad de cocinar

Si se sabe cuándo, qué y cómo comprar, el ahorro es evidente. Cualquier queso loncheado envuelto en plástico, una parte específica de un pollo despiezado o el pescado ya fileteado de un lineal de supermercado es objetivamente más caro que una pieza entera de cualquiera de estos tres ejemplos. Pero, para ello, y volviendo al inicio, hay que tener la voluntad de cocinar.

No insistiré en ello porque otros lo han hecho mejor que yo en estos últimos años. Solo expondré otra de las consecuencias más dramáticas del cierre de un mercado. En mi ciudad, el mercado central está cerrado desde hace más de una década. Con él se ha ido muriendo lentamente todo el tejido social y económico del centro de la ciudad. A día de hoy, una naranja podrida no sería suficientemente elocuente para comunicar la desolación que produce tal abandono. 

Justicia Alimentaria propone, pues, usos comunitarios y públicos para nuestros mercados de abastos: cocinas, aulas, comedores sociales, etc. Porque, y creo que esto es lo que no acabamos de entender, los mercados son espacios que se crearon para la ciudadanía.

Mientras no se demuestre lo contrario, mientras no se acaben de privatizar por grupos inmisericordes de inversión que no tiene ningún arraigo en nuestro territorio, estos espacios comunes son el eje de los débiles y pocos vínculos que aún nos quedan con los alimentos. Son nuestras última tablas de salvación. 

Pero, mientras tanto, hay que dedicarles tiempo, esfuerzo —qué fue de aquella bonita frase de ¡Los sábados, mercado!—, perder el miedo que nos produce enfrentarnos a la comida en estado puro, aprender el lenguaje de los paradistas, relacionarnos a nivel personal y mostrarnos exigentes, escuchar a los y las compradoras que son las que aún atesoran conocimientos que en breve serán muy valiosos, no contentarnos con un plato de pienso precocinado para humanos.  

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