Tú precocina, que algo queda. Sobre huevos a la plancha y publicidad involuntaria

COLUMNA | Los huevos a la plancha de una cadena de supermercados desatan (otra vez) el debate en redes sobre los precocinados. Ante la polémica, el supermercado siempre gana

Javier Cirujeda, codirector del podcast La Picaeta y autor en Hule y Mantel

Comunicador gastronómico y codirector del podcast La Picaeta

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Huevos a la plancha precocinados en un carro de supermercado / Collage: Hule y Mantel
Huevos a la plancha precocinados en un carro de supermercado / Collage: Hule y Mantel

Huevos a la plancha precocinados es la última fantasía que se le ha ocurrido añadir a sus lineales a una famosa cadena de supermercados. Las redes arden. Las gentes se echan las manos a la cabeza. Barbarie absoluta, que diría María Nicolau. Pero no es la primera vez que esto pasa ni será la última. Antes de esto fueron las paellas con chorizo y guisantes, los huevos precocidos, las gyozas de turrón y mil cosas más. La locura de los precocinados se ha adueñado de los supermercados, y nosotros les hacemos una publicidad involuntaria de lo más adorable. El clásico “que hablen de ti, aunque sea regulinchi”.

En primer lugar, estos productos hacen que el consumidor incrédulo, ese realfooder en potencia, ese proyecto de Carlos Ríos, piense que es un fake, un montaje digno de aquella mayonesa con oreo que incendió las redes. El realfooder incrédulo acude al supermercado simplemente para ver ese subproducto envasado, hacerle una foto a su composición llena de conservantes y denunciarlo en las redes.

Y ya que está en el supermercado, pues compra algo que necesita, porque se ha quedado sin papel higiénico o porque necesita unas mandarinas, a ver si ya por fin están buenas, que estamos en noviembre y las últimas que se comió sabían a mirinda preoconstitucional. En resumen, el realfooder incrédulo compra, victoria para el supermercado.

El realfooder incrédulo compra, victoria para el supermercado.

Luego también está el catador, el que cada frikada que sale en un supermercado, él va a probarlo, a pecho descubierto, a puerta gayola, sin miedo y con ganas de criticar, porque si algo nos caracteriza a los españoles, es que somos “echaos pa’lante” y nos gusta criticar. Y allí se planta este crítico gastronómico en ciernes a comprar esos huevitos bien envueltos en plastiquete, y ya que está se lleva alguna frikada más, que hay que dar contenido en Instagram, que los followers no se entretienen solos. El catador compra, el supermercado vuelve a ganar.

Por último, y no menos importante, también están los estudiantes, los trabajadores estresados, los padres a los que no les da la vida y que acaban recurriendo a estas ambrosías precocinadas, porque al final “no está tan malo”, “se deja comer”, "no mancha la cocina", “a los niños les gusta”, y porque hay gustos para todo. Si hay gente a la que le gusta que le den patadas en los huevos, cómo no va a haber gente a la que le gusten unos buenos huevos precocinados.

Porque al final “no está tan malo”, “se deja comer”, "no mancha la cocina", “a los niños les gusta”, y porque hay gustos para todo.

Ahora, en un ejercicio de “gastronomía ficción”, pongámonos en el supuesto caso de que nuestras denuncias en redes funcionan, y finalmente se retira este producto de los lineales. ¿Os creéis que el supermercado hace una tirada grande así de primeras, antes de ver si funciona el producto? Lo retira del mercado, con esa primera tirada casi vendida en su totalidad, y ya tiene a su gente pensando el siguiente “precocinadus horribilis”. Y alguno funcionará, por pura estadística. La banca siempre gana.

Y lo peor de todo es que después de estas líneas les he hecho una publicidad involuntaria preciosa. Espero que al menos me manden unos huevos precocinados, que, sinceramente, los prefiero a una patada en los huevos.