Chef’s Table cumple nada más y nada menos que 10 años. La archiconocida serie de Netflix, creada por David Gelb, se estrenó el 26 de abril de 2015, y ya cuenta con 7 temporadas y 5 spin-offs tan variopintos como el de pizza y el de noodles. Yo llevo años pidiendo uno de bocadillos, pero parece que por ahora mi deseo se resiste.
Por Chef’s Table han pasado casi todos los grandes: Massimo Bottura, Alex Atala, Alain Passard, Enrique Olvera, Albert Adrià y un largo etcétera, aunque había algunos que todavía no habían salido a la palestra, al menos hasta hace unos días.
Para poder engordar esta “cartera” de grandes chefs mediáticos, y de paso celebrar este décimo aniversario, los creadores de Chef's Table se han sacado de la manga un spin-off titulado Legends (La flor y nata, en España), hablando de los cocineros “franquicia” de algunos países, como dirían en la NBA. Entre los elegidos nos encontramos con Jamie Oliver, Thomas Keller, Alice Waters, y el que hoy nos ocupa, José Andrés, nuestro cocinero más internacional.
Una trayectoria difícil de resumir

Lo primero que hay que decir es que este Chef´s Table visualmente es una delicia. Llamas que acarician parrillas, planos secuencia que orbitan paellas, cava y sidra cayendo en vasos a cámara lenta, el cocinero comiendo y bebiendo con cara de estar disfrutando muchísimo, comidas con amigos… y esa banda sonora que convierte cada emplatado en un acto casi místico. Lo de siempre. Lo que saben hacer. Estética para construir el mito. Hasta ahí, bien.
Pero claro, el problema viene cuando llega un cocinero como José Andrés, que por mucho que lo ames o lo odies, nadie le puede negar su gigantesca carrera: sus comienzos en elBulli, su etapa como cocinero en la Marina, su llegada a Estados Unidos, su introducción de la comida española en este país, su apuesta por el jamón ibérico y por el queso Rey Silo, y por supuesto World Central Kitchen. Resumir todo esto en menos de 50 minutos es imposible. Por mucho Netflix y mucho Chef’s Table que haya detrás.
Durante el documental se pasa muy por encima de la parte “bulliniana” del cocinero, que, según él mismo dice, es lo que le hizo cambiar su visión de la cocina. Que no salga hablando Ferran Adrià, que además es socio suyo en el mercado neoyorkino Little Spain, es bastante decepcionante. No se habla de su relación con las grandes esferas estadounidenses, de su amistad con Obama o Biden, de su puesto en el Gobierno de los Estados Unidos y de cómo ha ayudado, o lo ha intentado, a la alimentación de un país con grandes problemas en ese aspecto.
Tampoco se habla del funcionamiento de World Central Kitchen, algo que podría ser muy interesante, y que conlleva un trabajo durísimo. Simplemente, se reducen a enumerar a las raciones que han repartido en cada conflicto. Creo que sería mucho más interesante saber cómo llegan y cómo se organizan, incluso saber cómo se vivió la muerte de sus siete trabajadores a manos de las Fuerzas de Defensa de Israel. Todo eso sería mucho más interesante que la cantidad de platos cocinados, algo que ya hemos visto cientos de veces en las noticias.
Quizás la parte más interesante del programa es la parte final, donde el cocinero se enfrenta, aunque de puntillas, con sus propias contradicciones, con esa vida de lujos y a la vez ese lado altruista y de mancharse las manos en los conflictos más complicados del mundo. Como decía el humorista Facu Díaz el otro día en uno de sus videos en Instagram: “Pase lo que pase, aunque caiga la red eléctrica, mientras tú no veas al chef José Andrés con una olla humeante, puedes estar tranquilo”.
En resumen, el resultado es un capítulo bonito, incluso emocionante a ratos, pero demasiado cómodo. Una versión lite de un personaje que podría dar mucho más de sí, y que podría enseñar mucho sobre cómo utilizar la cocina como herramienta política. Quizás este cocinero sí merece una serie de seis capítulos mucho antes que otros.