Del campo a la mesa sin pasar por la cabeza

COLUMNA | Las protestas de los agricultores en las capitales obligan a reflexionar sobre las fisuras que hay en nuestro sistema alimentario

Sarah Serrano

Historiadora y comunicadora gastronómica

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Manifestación de agricultores en Barcelona / GALA ESPÍN
Manifestación de agricultores en Barcelona / GALA ESPÍN

Hace unos días que algunas capitales vibran con el estruendo de unos motores desconocidos para el asfalto. Los tractores han salido a las calles y parece que nos ha pillado de sorpresa, pese a que otros países europeos estaban viviendo la misma situación unas jornadas antes.

Estas caravanas de vehículos con ruedas gigantes han puesto en evidencia una verdad incómoda: el sistema alimentario está roto. Y lo está, entre otras cosas, porque los consumidores no estamos formados; y los productores tampoco.

Es muy fácil caer en la tentación de señalar con el dedo desde las ciudades a ese agricultor —que siempre se está quejando— que está utilizando fitosanitarios y pesticidas y protesta porque ahora no le dejan hacerlo. O al que no rota los cultivos.

Estas caravanas de vehículos con ruedas gigantes han puesto en evidencia una verdad incómoda: el sistema alimentario está roto

Es fácil juzgar sin reparar en detalles, como que un alto porcentaje del sector agropecuario tiene una edad media superior a los 60 años y es muy complicado que vayan a cambiar lo que llevan haciendo toda su vida y que, hasta hace poco, estaba bien. No lo van a cambiar, entre otras cosas, porque supone un gasto inicial que en muchos casos no se puede asumir y porque la incertidumbre les paraliza y no hay garantías de que lo que vale ahora vaya a valer dentro de 5 o 10 años.

El cambio climático acelera y obliga a improvisar sobre la marcha. A probar nuevas estrategias de cultivos que resistan los cambios de temperatura o las sequías. A intentar adivinar qué va a funcionar bien mientras la inversión que hicieron en septiembre plantando cereales no van a recuperarla hasta el año siguiente, cuando vendan ese trigo, avena o centeno.

Eso en el mejor de los casos, porque si lo que se cultiva es un alimento más perecedero se verá obligado a venderlo al precio que le marquen —y el mercado aprieta— porque la otra opción es tirarlo. Pero, sobre todo, es muy fácil juzgar a las personas que producen los alimentos y no hacerse ni una sola pregunta sobre cómo ha llegado esa malla de manzanas de oferta hasta tu frutero o cómo es posible que un kilo de carne de cerdo cueste menos que un paquete de seis donuts bombón. 

Es muy fácil juzgar a las personas que producen los alimentos y no hacerse ni una sola pregunta sobre cómo ha llegado esa malla de manzanas de oferta hasta tu frutero

Pero tampoco nos castiguemos, porque también es muy fácil no hacerse esas preguntas cuando ese animal viene convenientemente presentado de manera casi aséptica en una bandeja de plástico, eviscerado y sin las partes incómodas que puedan recordar que esa carne estuvo viva.

Queremos comer tomates y uvas (sin semillas, por favor) todo el año, pero nos quejamos de que no saben como antes. Criminalizamos al agricultor que está plantando productos que no son sostenibles, pero queremos poder hacer en agosto esa ensalada con aguacate que hemos visto en Instagram o en TikTok, tan veraniega y fresquita, sin importarnos siquiera que la temporada del aguacate español se acaba en junio y que ese aguacate que ya de por sí consume más recursos de los que debería, va a tener que venir de otra parte del mundo a la fuerza. 

Eso sí, bebemos agua en botellas de cristal rellenables y usamos bolsas reutilizables cuando vamos al súper. Esas campañas sí que calaron.

Criminalizamos al agricultor que está plantando productos que no son sostenibles, pero queremos poder hacer en agosto esa ensalada con aguacate que hemos visto en Instagram

El agricultor planta lo que el mercado le compra. No es muy difícil llegar a esta conclusión, pero no nos lo planteamos. Bastante tenemos con preocuparnos de cómo vamos a pagar el alquiler y, a la vez, alimentarnos de manera aceptable durante todo el mes. No ayuda a la ansiedad tener que preocuparse de si estamos comiendo suficientemente equilibrado, ético y sostenible

El sistema está roto y la responsabilidad no es solo nuestra. No tenemos políticas que favorezcan la empatía con el sector agroalimentario y viceversa. En las ciudades no tenemos una educación sobre los alimentos que nos ponga los pies en la tierra. Con suerte, te enteras de qué va la cosa si tus padres o tus abuelos son de algún pueblo y pasas algunas fiestas allí.

En las ciudades no tenemos una educación sobre los alimentos que nos ponga los pies en la tierra

Pero sí tenemos educación medioambiental en las escuelas que nos dice que contaminar con gasoil está mal, que usar plástico está fatal y que verter productos químicos en el agua es peligroso. O que un ecosistema biodiverso es un ecosistema más sostenible. En cambio, ese conocimiento parece no llegar al agro y cuesta que los avances científicos calen.

En un sector que trabaja en el campo, que maneja productos químicos sintéticos y del que depende el futuro de la soberanía y la seguridad alimentaria, la formación continua por parte del Estado es mínima. Es como si la información se hubiera disociado y apareciese en el cuerpo del otro, como en una de esas comedias facilonas de peli de tarde.

Las políticas verdes son necesarias, esto no es discutible, pero fallan en su pedagogía. No se puede pretender que, de golpe, las cosas cambien y la persona que ha estado utilizando fertilizantes sintéticos durante 20 años y ha obtenido buenos resultados entienda que, en realidad, eso está degradando el suelo y que con el tiempo su capacidad de producir alimentos decaerá. Que apostar por unas prácticas más regenerativas puede ahorrarle costes de insumos a la larga.

De la misma manera, es muy difícil hacer entender al consumidor que tiene que pagar más por un producto que es mejor para todos o, al menos, más justo. Sobre todo cuando su salario le alcanza cada vez menos.

Es muy difícil hacer entender al consumidor que tiene que pagar más por un producto que es mejor para todos o, al menos, más justo

Este cortocircuito de información provoca una brecha que atraviesa el país y lo divide en dos bandos. Ninguno quiere aceptar el cambio porque está cómodo donde está. Pero tampoco nos engañemos, más cómodo se está en una ciudad donde todos los servicios están disponibles y en algunos casos puedes, incluso, elegir a qué médico u hospital ir, o qué colegio vas a llevar a tus hijos.

El tejido rural languidece y sin la vida en los pueblos se pierde paisaje y cultura. Quizás ahora que tenemos al campo en las ciudades podamos acercarnos a alguno de esos agricultores y ganaderas y preguntarles cómo es su día a día o cuáles son sus demandas. Quizás se empiece un diálogo que enriquezca a las dos partes y nos ayude a remar en la misma dirección. Seguro que sus demandas y la nuestras no son tan distintas.