Lo que una cabeza de cochinillo me enseñó

COLUMNA | Puede que la desconexión cada vez más notoria con la muerte tenga que ver con nuestro rechazo inicial a cierto tipo de platos, como la casquería del lechal

Sarah Serrano

Historiadora y comunicadora gastronómica

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La cabeza de cochinillo de La Tasqueria / Foto cedida
La cabeza de cochinillo de La Tasqueria / Foto cedida

Llego tarde, lo sé, pero desde que la probé hace un par de semanas no dejo de pensar en la cabeza de cochinillo de La Tasquería. Es la caja perfecta que encierra un sinfín de reflexiones. Y, en una época en la que estamos cada vez más desconectados de la muerte, se me antoja muy necesario. Te obliga a enfrentarte al animal y a la muerte cara a cara, a convertirte en Hamlet por unos instantes.

Es duro y algunos lo tildarán de terrible, pero es mucho más sincero que los metros lineales de carne en blíster de los supermercados. Habría que hacer un esfuerzo mental grande para volver a componer un animal de todos esos pedazos encerrados en plástico y poliestireno. Muchos de nosotros ni siquiera seriamos capaces de ordenar las piezas de manera correcta y acabaríamos por formar un nuevo Frankenstein. El auténtico horror

Da igual si te gusta la casquería o no, las vísceras tienen algo de ritual atávico que hace que se las mire con respeto

Uno cruza la puerta de La Tasquería con una ceja levantada en señal de duda ante lo que se va a encontrar. Da igual si te gusta la casquería o no, las vísceras tienen algo de ritual atávico que hace que se las mire con respeto. Quizá porque encierran la vida. Al fin y al cabo, uno puede salir adelante sin un miembro, pero sin pulmones, corazón y tripas la existencia se complica mucho.

Pronto comienza el disfrute y ese respeto se va perdiendo. Lengua de ternera, corazones de pato y riñones de cordero se presentan en formas tan sabrosas y estéticas que van derribando ese muro de prejuicios ladrillo a ladrillo. Te diviertes, gozas, incluso se te despierta cierto aire aventurero por estar comiendo alimentos que no están muy representados en los menús. Te vienes arriba. Dame más.

Es fácil comer los despojos cuando vienen con salsas o bajo la apariencia de embutidos

El gesto cambia cuando sale la cabeza de cochinillo confitada a baja temperatura durante horas y, luego, frita. Entera, te enseña los dientes. Es fácil comerse estos despojos cuando vienen emplatados en porciones simétricas napadas con salsas o bajo la apariencia de embutidos y guisos, pero cuando tienes que separar la carne del hueso con tus propias manos se plantea un reto. Para poder disfrutar de este plato hay que trabajar. Hurgar, separar, partir, abrir huecos, buscar. Te conviertes en un carnicero. Eres en un ser primitivo que no conoce el tenedor y al que tampoco le hace falta.

Morro, oreja, sesos, lengua, carrilleras. Todo está contenido en esa pequeña cabeza de cochinillo que descansa sobre la base de su cráneo y te apunta con su hocico. Hay que tener cierto valor para entrarle. Te pone en tu sitio. Toda la experiencia cambia a partir de este momento.

Los platos que han desfilado ante ti dejan de ser solo trozos de carne y tomas conciencia de cada uno de los animales que has degustado. Te has comido esas partes antes por separado, pero nunca en su forma original con todas sus capas de diferentes densidades. Pienso en esa corriente reciente del mindful eating que aboga por una alimentación consciente. ¿Qué hay más consciente que esto? 

Es difícil conocer la razón por la que una cabeza de cochinillo provoca sensación de rechazo

Reflexiono sobre si lo que estoy sintiendo tiene que ver con que lo que tengo delante también tiene ojos y boca, pero ¿cuántos espetos, chopitos y calamares me he comido sin alterarme? No se trata de la forma, ¿o sí? Puede uno caer en la tentación de pensar que tiene que ver con la sangre caliente o con compartir el haber sido amamantado. Pero qué habría pasado si me hubieran puesto una cabeza de pollo o de gato.

Sin duda tiene que ver con la sorpresa y lo desconocido. La cabeza de cochinillo es lo suficientemente rara sin llegar a ser extravagante. Se me pasan por la cabeza los artículos que he leído sobre las similitudes entre los cerdos y los seres humanos. Además de las compatibilidades anatómicas que permiten incluso trasplantes, nos une un rasgo a priori muy humano: la capacidad de colonizar territorios y destruirlos

Observo cómo los comensales de la mesa que hay a mi espalda han pedido al camarero que les ayude con la tarea. No han querido (o no han podido) mancharse las manos. Prefieren la inconsciencia. El chico va sacando la carne y colocándola en un montoncito para que el grupo la pueda degustar a bocados de tenedor. No lo vivirán igual y este plato será solo una anécdota que contar y almacenar. Escribía Raquel Castillo en estas mismas páginas —con razón— sobre la banalización del concepto “experiencia gastronómica”, un término que se está degastando por su abuso. Yo me atrevería a decir que la cabeza de cochinillo de Javi Estévez, sin pretender serlo, se convierte en una de ellas. No hay que perdérsela. 

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