Comer en la escuela: la tabla de salvación alimentaria

COLUMNA | La obesidad infantil es la nueva forma de pobreza y los niños son los cabezas de turco de una mala gestión social de nuestra alimentación

Inés Butrón. Autora en Hule y Mantel

Escritora, periodista y profesora de Historia de la gastronomía

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Niño comiendo en la escuela / Canva / Comer en la escuela: la tabla de salvación alimentaria
Niño comiendo en la escuela / Canva / Comer en la escuela: la tabla de salvación alimentaria

La escuela, como toda institución social, es un espejo de los cambios que se suceden en el seno de esa sociedad. La complejidad del sistema alimentario actual tiene, por tanto, su reflejo en este ámbito donde aparecen todas las contradicciones y paradojas de una comunidad que parece haber resuelto sus problemas con la carestía de comida, pero no con los nuevos dilemas que le plantea su exceso.

Descartadas la escasez o el miedo a la recurrente falta de alimento a lo largo de la historia, no hay aparentemente nada que justifique una preocupación excesiva por el tema alimentario. La comida está presente en nuestras vidas, con o sin nuestros desvelos. Sin embargo, los niños de este siglo acusan graves problemas derivados de nuestra relación con la comida que sobrepasan el mero hecho nutricional: son los cabezas de turco de una mala gestión social de nuestra alimentación

Todos los educadores están de acuerdo: no hay nada más difícil que enseñar a un niño a comer en tiempos de sobreabundancia

Todos los educadores están de acuerdo: no hay nada más difícil que enseñar a un niño a comer en tiempos de sobreabundancia. Los alimentos no son para esta generación bienes esenciales, elementos de su entorno, sino puro entretenimiento, indicadores de un determinado estilo de vida aspiracional. 

Rotos en muchos casos los esquemas que regían la alimentación familiar —horarios, menús, compañía, normas— comer se ha convertido en una pulsión que se resuelve en soledad y de la manera más elemental posible, principalmente con alimentos que no requieren manipulación alguna ni, muchas veces, un esfuerzo real para su consecución. 

La comida aparece como por arte de magia en las aplicaciones, las máquinas de vending o en establecimientos a los que acuden los niños fácilmente, etc. Sin embargo, un niño necesita un guía que cubra sus necesidades básicas, por un lado, pero también que gobierne el caos alimentario que habita. La obesidad infantil es la nueva forma de pobreza y algunas de sus causas son la ausencia total de las dos premisas anteriores. 

El comedor escolar evita a algunos padres la engorrosa tarea de pensar, comprar, cocinar y lidiar con unos niños que rechazan ingredientes como la fruta, las legumbres o el pescado

En el momento que empieza el curso algunos padres se sienten aliviados. Unos porque sus hijos entrarán al comedor escolar con una beca que les garantizará que al menos una de sus comidas diarias sea nutricionalmente completa para hacer frente al déficit que reina en su hogar; otros, simple y llanamente, porque les evita la engorrosa tarea de pensar, comprar, cocinar y lidiar con unos niños que rechazan ingredientes como la fruta, las legumbres o el pescado.

Ambos grupos se agarran a la tabla de salvación alimentaria que representa la escuela, una escuela desbordada con el cúmulo de obligaciones, la burocracia o la minusvalorización de la profesión de maestro. Son centros que sienten sobre sus cabezas la espada de Damocles de unos nuevos objetivos curriculares (o casi): lograr crear buenos hábitos alimentarios en una población multicultural amenazada por la pandemia de la obesidad.

Tan solo unos datos ilustrativos extraídos de la web de Justicia Alimentaria para ilustrar el tema: “Las cifras de obesidad infantil en el Estado español son exorbitantes, siendo ya uno de los peores países de Europa en tasa de sobrepeso y obesidad infantil, afectando ya al 45% de los niños y niñas. Sabemos además que este aumento de obesidad está directamente relacionado con el aumento de consumo de alimentos procesados con alto porcentaje de azúcar, grasas y sal, especialmente los destinados a la población infantil”.

Las cifras de obesidad infantil en el Estado español son exorbitantes, siendo ya uno de los peores países de Europa en tasa de sobrepeso y obesidad infantil, afectando ya al 45% de los niños y niñas

Para cualquiera de los que recorremos el extrarradio a menudo este dato es innecesario. La realidad hiere la vista y desalienta. Pobreza y malnutrición —hoy, obesidad— se dan la mano. “La principal desigualdad es la desigualdad alimentaria”, afirman Cecilia Díaz- Méndez e Isabel García Espejo en Alimentación, pobreza y desigualdad. Repensando la privación alimentaria (El Malestar con la alimentación, Trea 2021).

El último estudio Aladino del Ministerio de derechos sociales, consumo y agenda 2030 indica que entre las familias más vulnerables los niños acusan sobrepeso porque no pueden consumir productos frescos con frecuencia. Algo que es obvio no solo para los redactores del informe del Ministerio, sino también para pediatras, maestros, trabajadores sociales o simples observadores de a pie que vemos como estos niños, muchas veces solos, están expuestos constantemente a máquinas de vending, publicidad excesiva y engañosa, compras compulsivas de alimentos hipercalóricos en establecimientos a su alcance etc.  En una situación como esta, la escuela aparece, de nuevo, como la tabla de salvación alimentaria.

En contrapartida, las familias que pueden aportar mayor calidad alimentaria a sus hijos, algunas —me consta— con una implicación muy loable y remando a contracorriente, se quejan de que el comedor no solventa las necesidades de sus hijos, de que la comida es escasa, de mala calidad.

Las familias que pueden aportar mayor calidad alimentaria a sus hijos se quejan de que el comedor no solventa las necesidades de sus hijos, de que la comida es escasa, de mala calidad.

Los grandes centros educativos privados y/o concertados suelen tener un comedor escolar en el propio centro lo que les garantiza unos menús más apetecibles, el resto se tiene que conformar con un servicio de cátering descentralizado de línea fría que deja mucho que desear por lo que, al final, los niños dejan en el plato la mayor parte de la comida y las asociaciones de padres se quejan, las empresas contraatacan con el tema del desperdicio y la rentabilidad del servicio, bla, bla, bla… De nuevo, comer en la escuela es también un marcador social.  

La escuela no debería ser, por tanto, la panacea educativa, la que resuelva “todas” las necesidades alimentarias de nuestros hijos. No la única, al menos. La escuela ya hace una gran labor aportando algo fundamental en la educación alimentaria de cada niño y es el de enseñar el hecho indiscutible de que comer no es solo engullir compulsivamente, sino un acto social que ayuda a crear y fortalecer vínculos, a disfrutar de un placer compartido que redundará en su salud física y emocional.

Pero, como bien dice el proverbio africano, se necesita a una tribu para enseñar a un niño, una tribu en la que cada cual juegue su papel responsablemente: administraciones, familias, centros educativos, medios de comunicación. Es una cuestión de salud a largo y medio plazo, pero, sobre todo, una cuestión de justicia social. 

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