Igual habéis visto Knox goes away (El método Knox, 2023), ahora mismo está disponible en Prime Video. La película empieza con el tic-tac de un reloj. Se ve una mesa con un móvil, una libreta, unas llaves de coche y un reloj de pulsera. Aparece una mano y lo coge todo, menos el reloj. Oímos pasos que se alejan, se detienen, regresan, y vuelve a aparecer la mano para coger el reloj olvidado. En los primeros segundos, queda claro que la película trata sobre el tiempo y la memoria.
Por muchos tiros, puñetazos y apuñalamientos que haya, el tema fundamental es el tiempo y la memoria. Es probable que, viendo esa imagen, muchos no reciban el mensaje, por lo menos conscientemente, pero así es como se expresa el cine. Lo bueno es que, te enteres o no, puedes disfrutar igualmente de la película. La puedes ver en plan ameba o analizarla hasta la extenuación.
Lo mismo pasa con los bares. Puedes entrar a uno cualquiera, pedirte una caña y disfrutarla con cuatro cacahuetes rancios aunque no esté bien tirada o puedes buscarlos, analizarlos, compararlos y, sobre todo, valorarlos por todo lo que ofrecen. No estoy diciendo que una cosa sea mejor que la otra. Son dos maneras de vivir una misma experiencia y podemos optar por una opción u otra y luego todos podemos opinar al respecto.
Puedes entrar a un bar, pedirte una caña y disfrutarla con cuatro cacahuetes rancios aunque no esté bien tirada o puedes buscar los bares, analizarlos y valorarlos por todo lo que ofrecen.
El fútbol nunca me ha interesado demasiado, pero hace treinta años la conversación estaba mucho más acotada, ya os podéis imaginar por qué. El caso es que Jorge Valdano era entonces el entrenador del Real Madrid y, en una de esas polémicas que tanto gustan a los medios, se enfadó y soltó algo así como que el que sabía de fútbol era él, no un taxista cualquiera, y que no todo el mundo podía opinar de fútbol. Evidentemente, se le tiraron encima y con razón: la opinión es libre, tanto la ignorante como la ilustrada. Simplemente tienen valores diferentes.
Desde mi punto de vista, lo importante es el encaje entre lo que busca el lector y lo que ofrece quien escribe, sea una reseña de dos líneas en Google o un artículo de análisis concienzudo. Los viejos críticos gastronómicos se llenan la boca de bagaje y experiencia y olvidan que la juventud y la inocencia también cuentan. ¿Qué me decís de la fuerza de una primera vez? La intensidad de una experiencia cuando no la has vivido antes es incomparable.
También la forma en que están tus sentidos: todos sabemos que, con los años, estos se debilitan, y los que saben sustituyen con experiencia lo que ya no les dicen el olfato o el gusto. Lo voy a explicar con un ejemplo que todos, o casi todos, podemos entender: ¿a que recuerdas tu primera experiencia con el sexo oral? El descubrimiento, los nervios, los matices, la intensidad, el cosquilleo… Sigue siendo maravilloso, pero lo mismo no es.
Los viejos críticos gastronómicos se llenan la boca de bagaje y experiencia y olvidan que la juventud y la inocencia también cuentan. ¿Qué me decís de la fuerza de una primera vez?
Igual le estoy dando demasiadas vueltas. Me gustan los bares, qué queréis que os diga, y me parece un ejercicio sano pensar y reflexionar sobre ellos. Ya vimos con la pandemia que, junto a las peluquerías, eran esenciales por todo el apoyo social y emocional que proporcionan. El sociólogo estadounidense Ray Oldenburg desarrolló, a finales del siglo XX, el concepto de “tercer espacio”. El primero sería el hogar, el segundo el trabajo, y este tercer espacio es aquel en el que nos relacionamos de manera informal, fuera de las obligaciones domésticas o laborales. Cafeterías, bibliotecas, plazas, peluquerías… y, evidentemente, bares. Es cierto que el objetivo principal de algunos es político, pero la mayoría son espacios neutrales en los que todo el mundo es bienvenido.
Pero vayamos a lo que de verdad me interesa apuntar aquí. Desde hace un tiempo es habitual que cada poco aparezca un artículo titulado “Los bares se mueren” o algo similar. Y es curioso: las causas se atribuyen siempre al capitalismo, a la presión inmobiliaria o al turismo, o a una combinación de las tres. Rara vez se señala el factor más determinante, que cualquiera detectaría con solo prestar un poco de atención al camarero que le sirve esa caña que quiere a cualquier hora y al menor precio posible: es un trabajo muy esclavo.
Nadie quiere jornadas de dieciséis horas, por mucho dinero que gane. ¿Cuántos camareros de más de cincuenta años, incluso siendo propietarios, te han atendido con desgana, quemados tras una vida entera detrás de la barra? Hay una minoría maravillosa que lo acepta e incluso lo disfruta, pero si les preguntas si querrían que sus hijos siguieran en el bar, la respuesta es siempre la misma: un rotundo no. Así que dejémonos de monsergas: quien se dedica a la hostelería quiere ganarse la vida dignamente sin pasarse la vida en el trabajo. Por eso subirán los precios, se reducirán los horarios y te invitarán a dejar la mesa si llevas hora y media con un café solo. Y si no lo entiendes, es que tu egoísmo te nubla la vista.
Así que dejémonos de monsergas: quien se dedica a la hostelería quiere ganarse la vida dignamente sin pasarse la vida en el trabajo.
No quiero terminar con un mensaje tan sombrío. Hay alternativas, sobre todo si asumimos la importancia social de los bares. Durante la pandemia me dio por estudiar arquitectura y, en un ciclo de conferencias al que asistí, el arquitecto Óscar Miguel Ares explicó la Casa de Comidas de Castromonte (Valladolid).
Si no recuerdo mal, gracias a los ingresos del parque eólico del municipio se pudo financiar un equipamiento pensado, precisamente, para que el pueblo no perdiera su bar. El ayuntamiento entendió su valor comunitario y tuvo la predisposición necesaria para hacerlo realidad, poniendo recursos de todos para hacer viable un bar, porque sabían que perderlo era perder media vida. El de Castromente ya solo por su arquitectura es una maravilla, si le sumamos todo lo demás, es un lugar fantástico.