La industrialización agroalimentaria, las nuevas formas de distribución y consumo alimentario avanzan al ritmo que marca una sociedad premurosa al extremo. Todo cuanto se transforma en este ámbito tiene como objetivo “facilitar la experiencia de compra” y “ahorrar tiempo y esfuerzo al consumidor”. Un objetivo de lo más loable que ha afectado de lleno a las pescaderías tradicionales con una estocada mortal en el centro de su ya precaria supervivencia: la desaparición, tal y como ya ha anunciado Mercadona, de la clásica pescadería para dar prioridad a la venta de pescado en los lineales.
Afirman desde esta gran cadena distribuidora “estar muy atentos a las nuevas necesidades del cliente” y, por tanto, a partir de ahora, el pescado reposará ya limpio, fileteado y listo para llevar en su bandejita de “plástico reciclable”. Últimamente, los gurús de la alimentación dan pavor, sobre todo cuando se envuelven en proclamas tan paternalistas sobre nuestro bienestar para vender más y más rápido, productos cada vez menos reconocibles o, como decía el sociólogo británico Mark Fisher, OCNI (objetos comestibles no identificados)
A partir de ahora, el pescado reposará ya limpio, fileteado y listo para llevar en su bandejita de 'plástico reciclable'.
El 24% de las pescaderías tradicionales ha echado el cierre desde el 2016. “Dicen que el pescado es caro”. Obviamente, diría Sorolla de nuevo. Es de justicia que así sea, igual que la buena carne o los quesos de pastor. Pero no es la única razón que justifica su desaparición. La competencia brutal de las grandes cadenas, la falta de motivación por parte de una profesión cansada, burocráticamente hablando, y sin relevo generacional, más un desconocimiento cada vez mayor sobre el producto por parte del cliente hacen que no valga la pena ir hasta las lonjas o levantarse antes del amanecer para ir a los grandes mercados de mayoristas.
Ante tal situación, el terreno está abonado para que se instalen grandes lineales de un ingrediente ya subsidiario en la dieta de un país tradicionalmente pesquero, con un gran patrimonio gastronómico en torno a esta valiosísima fuente de proteína animal. Sin embargo, esta decisión tan aparentemente inocua acarrea otras consecuencias que hay que tener en cuenta porque afectan a toda la sociedad en su conjunto, no solo a los amantes del pescado.
Esta forma ultrarápida de comprar el pescado añadirá más uniformización al ya triste panorama del pescado en España, habida cuenta de que no consumimos ni un tercio de las especies disponibles.
En primer lugar, esta forma ultrarápida de comprar el pescado añadirá más uniformización al ya triste panorama del pescado en España, habida cuenta de que no consumimos ni un tercio de las especies disponibles. Estas, como tantas otras cosas, quedarán como rarezas envueltas en el discurso mitificado de la tradición y la sostenibilidad y se consumirán tan solo en las mesas de la nueva alta cocina llamada “de producto”, por lo que se encarecerán terriblemente.
La desinformación será cada vez mayor. El consumidor no lee etiquetas. Eso también lo saben los gurús de las ventas. El cliente no comprará dorada, jurel o sepia fresca sino “pescado”. Al igual que ya no comemos morcillo de ternera, jarrete o pecho, sino “carne” de ternera, en el mejor de los casos. Nuestro propio lenguaje, cada vez más pobre, lo pone de manifiesto: carne, pescado, pájaro, árbol, flor…. ¿Para qué más información sobre los alimentos, el medio natural o la tierra que lo parió? Cuanto menos se sabe, menos se exige. Y cuanto menos se exige, menos competitivo se es de cara a otros mercados que tienen a la cocina española como un referente.
El cliente no comprará dorada, jurel o sepia fresca sino “pescado”. Al igual que ya no comemos morcillo de ternera, jarrete o pecho, sino “carne” de ternera, en el mejor de los casos.
La modernidad alimentaria consiste en disfrazar o transformar lo que comemos para que no nos den arcadas. La realidad —sangre, vísceras, cabezas— es abrumadora para muchos consumidores no habituados. Repele y asusta. En las carnicerías hay ya más hamburguesas y filetes empanados que babilla, redondos de ternera y cuellos de cordero.

En las pescaderías, más salmón y rape que brótolas o japutas. Al parecer, sin aspecto de pescado la “medicina” entra mejor. Asépticamente envuelto en papel film o en plástico reciclable —tal y como demanda el Gremi de Peixaters— llegará la caballa fresca. Sin piel, sin cabeza, ni tripas ni espinas, ergo, en las grandes parrillas una caballa triplicará su valor económico, que no gastronómico.
Pero, sobre todo, ¿quién ha dicho que yo no quiera la piel, la cabeza y las espinas, los higaditos y las cocochas, las melsas y huevas? ¿Quién ha dicho que mi manera de cocinar sea únicamente la fritura, el horno y la parrilla? ¿Existirá vida más allá de un triste filete de dorada mustia? Probablemente, pero mucho más cara, tan solo para un grupo social que tenga no solo recursos económicos para permitirse el dispendio, sino educación alimentaria y conocimientos prácticos. En una década tan solo los más pudientes comerán pescado fresco y de calidad.
¿Quién ha dicho que yo no quiera la piel, la cabeza y las espinas, los higaditos y las cocochas, las melsas y huevas?
El pretendido ahorro de tiempo para el consumidor del pescado en lineal traerá grandes beneficios para la gran cadena distribuidora que se ahorrará, no solo tener en plantilla a los especialistas de las pescaderías que trocean, limpian y dan consejos a los clientes, sino que, de paso que compras la rodaja de salmón, te llevarás galletas, lasaña congelada y dos paquetes de Matutano que no te hacían falta.
Sin ese “molesto” espacio físico para la pescadería se pueden instalar nuevas zonas para el consumo y la degustación in situ o más tiendas de sushi para llevar que, al fin y al cabo, también es pescado, pero más “moderno” y cosmopolita, una tarea de ensamblaje culinaria que se elabora sin ningún tipo de formación previa y con ingredientes de ínfima calidad.
Y finalmente, ¿quién dice que el pescado ya embalado evita el desperdicio alimentario? Usar un producto tan solo para aprovechar sus lomos, filetes o las partes más limpias de espinas es, no solo un desconocimiento culinario, sino un despilfarro de primera. A no ser que sean el punto de partida para otras formas de comida aún más “repugnantes” como reutilizar todas esas sobras, como pienso para nuestro próximo filete de pescado enjaulado y la substancia para los caldos industriales, la panacea de cualquier industria alimentaria. Más por menos.
La muerte de las pescaderías es, como tantos otros aspectos de este nuevo orden alimentario en el que vivimos, una consecuencia más de un esquema de valores que un día u otro habrá que replantearse, sobre todo cuando en nuestros preciosos puertos pesqueros no quede ni el Tato.