Ramats de foc a taula, cuina i diversitat amb cinc sentits es el nombre de la nueva campaña impulsada por la Fundación Pau Costa enmarcada dentro del proyecto 12 mesos, 12 paisatges, una serie de actividades divulgativas y de concienciación en torno a la gastronomía catalana, su territorio y cultura en el marco de la celebración de Cataluña como Región Mundial de la Gastronomía.
Cataluña, como tantos otros territorios, asiste a la lenta agonía de una profesión clave dentro del sector primario, sobre todo en un momento de nuestra historia en el que el cambio climático señala con el dedo al sector cárnico sin distinción alguna entre los diferentes tipos de producción de carne y sus consecuencias en la gestión del territorio.
La divulgación es escasa y el consumidor, urbano, mayoritariamente, no conoce la diferencia entre cordero o ternera de pasto y un animal de macrogranja porque, en general, desconoce cómo funciona el sistema alimentario. Obviamente, tampoco sabe qué papel juega cada uno. El cliente de una carnicería cualquiera no sabe que su territorio, al que quiere ver libre de rastrojos e incendios, depende directamente de la supervivencia de esos rebaños que observa como meros elementos decorativos en el paisaje.
El cliente de una carnicería no sabe que su territorio, al que quiere ver libre de rastrojos e incendios, depende de la supervivencia de esos rebaños que observa como elementos decorativos en el paisaje.
¿Por qué, entonces, una campaña sobre pastoreo extensivo, trashumante, a veces, a las puertas del verano? Porque, huelga decir, que una ganadería extensiva es mucho más que un chuletón sangrante que sepa a hierba fresca y grasa infiltrada en mesa de lujo.
La vaca de cuyo lomo se extraerá —dejando, dicho sea de paso, un montón de carne infravalorada por el camino del desperdicio alimentario— tiene también como misión la gestión de los bosques, el mantenimiento de la biodiversidad y la prevención de incendios a través de esa lenta e invisibilizada tarea regenerativa que los rebaños procuran en su constante movimiento por los campos y montes, es decir, pastoreando “en extensivo”. Porque esta historia sobre pastores y ganaderos tiene su origen en una tragedia que se pudo haber evitado.

Pau Costa Alcubierre, nombre de la Fundación Pau Costa, alma mater de Ramats de Foc, fue uno de los bomberos que, junto a Jaume Arpa, Jordi Moré, Ramon Espinet y David Duaigües, perdieron la vida en el incendio de Horta de Sant Joan, el 24 de julio de 2009. Poco tiempo antes había estado redactando los borradores de la fundación que lleva su nombre, pero jamás llegó a verla.
Desde entonces, el proyecto Ramats de Foc ha ido creciendo y engloba ya a 103 ganaderos, criadores de carne de vacuno, ovino y caprino y elaboradores de queso artesanal. Productos todos ellos que, desgraciadamente, se ven obligados a quedarse en los márgenes de la gran distribución o sobreviven como proveedores de la restauración de proximidad, esperando que, tal vez un día, haya fórmulas más viables para la venta de estos alimentos.
Los mercados de productores locales o la venta directa son escasos, parches de las administraciones locales en el que el objetivo es fomentar aún más un turismo enogastronómico que acaba folklorizando las muestras de cocina local y a sus actores como elementos de una gran representación teatral de rápidos y grandes beneficios, aunque estos no necesariamente repercutan en el bolsillo del productor.
Pero lo más lamentable de esta pantomima foodie es que cuando el turista se desplaza para pasar el día en el entorno X donde está dispuesto a dejar su dinero en una jornada “lúdicocultural” es que se encuentra con una restauración en la que predominan las ensaladas con burratas en lugar de los quesos de la zona, el chuletón (incluso coronando un arroz), las hamburguesas y los tartares de razas foráneas cuando no los platos de atunes lejanos y los postres de moda.
Estamos viviendo un momento histórico en el que nuestros modos de alimentación pueden contribuir a la mejora de los escenarios socioeconómicos locales o derivar en un fracaso de grandes dimensiones.
La cocina tradicional de calderetas, estofados, platillos, potes y pucheros, casquería y legumbres “ni está ni se le espera” salvo en raras excepciones en que ingredientes antaño pobrísimos (los caracoles en Lleida o el farinato de Ciudad Rodrigo podrían ser un buen ejemplo) se han reconvertido en santos patrones movilizadores de masas.
Estamos viviendo un interesante momento histórico en el que nuestros modos de alimentación pueden contribuir a la mejora de los escenarios socioeconómicos locales o derivar en un fracaso de grandes dimensiones. Las ciudades, el nuevo locus amoenus del siglo XXI, productivas, voraces y cosmopolitas, marcan las pautas alimentarias incluso más allá de sus límites naturales. Incluso dibuja a su imagen y semejanza sus propios lugares idílicos.
La esencia del mundo rural dista mucho de ser el patio de recreo que los urbanitas han creado para su solaz en “hoteles con encanto” y desayuno de huevos benedictinos. Pero este modelo de negocio, aunque nadie lo quiera reconocer, está en el punto de mira de todos los agentes sociales implicados —administración, grupos de restauración, pequeños campesinos y ganaderos sin relevo generacional— como única vía para un campo estigmatizado que sobrevive gracias a las limosnas europeas en forma de PAC (Política Agrícola Común) o de un turista cada vez más exclusivo.

La campaña Ramats de foc a taula, cuina i biodiversitat amb cinc sentits es, como todas las iniciativas, muy loable, pero tiene un cortísimo recorrido en el tiempo y en el espacio porque, en general, se vende poco y mal el producto local, que es lo que interesa, ya sea un queso de Arribes o una bruna del Pirineo. El consumidor local de las áreas más pobladas del planeta vive de espaldas a todo cuanto le huela a nuevo lujo campestre, a delicatessen agrícola.
La campaña 'Ramats de foc a taula, cuina i biodiversitat amb cinc sentits' es muy loable, pero tiene un cortísimo recorrido porque, en general, se vende poco y mal el producto local, que es lo que interesa.
Y tiene razón, porque para poder disfrutar del queso de leche cruda de un rebaño de cabras floridas de Pasturabosc que están haciendo una magnífica labor preventiva de incendios en medio del Baix Empordà tiene que coger el coche y recorrer 125 km desde Barcelona lo que es, a todas luces, muy poco práctico e insostenible.
Los representantes de Ramats de Foc que acudieron el día de la presentación de la campaña pusieron sobre la mesa algunos de los temas más importantes a abordar, como el de trabajar por una menor dependencia del comercio exterior —¿la soberanía alimentaria es una utopía?—, la falta de servicios básicos en los pueblos como la escolarización dentro del entorno para las familias, que son el futuro del sector primario, o la necesidad de volver al sistema silvopastoril.
Pero, ¿y mientras tanto? ¿Dónde puedo comprar la ternera ecológica de La Albera, el cabrito de San Pau de Segúries, el cordero Ripollès de Beget? Tal vez debería plantearse Mahoma ir hasta la montaña con una buena red de distribución que garantice la venta de estos productos más allá de las exclusivas mesas en las que se sirven.