Los verdaderos enemigos de la cocina catalana no son el ramen ni la tarta de queso

COLUMNA | ¿Está realmente en peligro de extinción la cocina catalana? ¿Cuáles son los verdaderos peligros para la cocina en general y la catalana en particular?

Iker Morán, periodista y autor en Hule y Mantel

Periodista

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Los verdaderos enemigos de la cocina catalana no son el ramen ni la tarta de queso / Òscar Gil Coy / Hule y Mantel
Los verdaderos enemigos de la cocina catalana no son el ramen ni la tarta de queso / Òscar Gil Coy / Hule y Mantel

Como expat vasco en Barcelona no me corresponde a mí repartir carnets de catalanidad gastronómica. Ya hay quienes se encargan de eso con notable entusiasmo y, seguramente, buen criterio. Pero como inmigrante llegado desde la capital del mundo al extrarradio, uno se otorga ciertas licencias para decir en voz alta cosas que igual cuestan más a nivel local. 

Como que los puerros están más ricos que los calçots, o que la supuesta defensa de la cocina catalana es un tema que comienza a cansar incluso a quienes la reivindican desde hace mucho y la practican en el día a día de lo que escriben, comen o cocinan. Me consta, nos consta, pero nadie lo dice.

Así que tendrá que ser uno de Bilbao el que diga que ese simpático manual de autodefensa de la cocina catalana que recientemente presentaba Jordi Vilà es una brillante jugada de uno de los mejores cocineros de Cataluña. Pero que la autodefensa, señoría, solo es admisible cuando hay un ataque.

La supuesta defensa de la cocina catalana es un tema que comienza a cansar incluso a quienes la reivindican desde hace mucho y la practican en el día a día de lo que escriben, comen o cocinan.

El problema es que la iniciativa, lejos de crear cierta polémica y sano debate, solo ha generado aplausos de cara a la galería. Sorprende, por ejemplo, que nadie se haya molestado en desplegar un mapa y echar un vistazo alrededor para comprobar ese supuesto peligro de extinción.

Porque, en realidad, todos sabemos que a pocas manzanas de Alkimia y Al Kostat, los restaurantes de Vilà, uno puede sentarse en el bar Gelida, comer en Vilaró, comprar la estupenda comida que el mismo vende en Va de Cuina, acercarse a la Bodega Gol o probar también la carta de Bo de Bernat. Este último y Gelida, por cierto, han abierto recientemente segundos locales, lo cual demuestra que, sorpresa, su cocina funciona. Igual me equivoco porque, insisto, no compete el tema a un foraster, pero en ambos casos creo que podemos hablar de cocina catalana.

Esta improvisada lista a menos de 10 minutos a pie de donde Vilà presentó su manifiesto es solo un pequeño ejemplo. No me olvido del Pinotxo, que en su nueva etapa en el Mercat de Sant Antoni y liberado de las presiones turísticas, me atrevo a decir que también conseguiría el carnet de catalanidad. La escudella, por su parte, siempre ha estado bien a salvo en manos de Francesc Monrabà en Haddock. O en el nuevo Franca, donde le han dado una vuelta a este cocido para convertirlo en una magnífica ensalada.

El elegante restaurante Windsor ofrece desde hace tiempo un menú basado en platos de cocina de Barcelona —¿aceptamos eso como cocina catalana, no?— e incluso en el Gòtic, zona cero del turismo que arrasa con todo, tanto la aclamada vuelta de Jordi Parramon a La Palma de Bellafila como el más modesto Cafè de L’Acadèmia resuelven, cada uno a su manera, esta apuesta por la cocina catalana.

Y esto, claro, desde esa visión Barcelonacentrista que tanto nos gusta, porque fuera de la capital el panorama es muy diferente y el ramen o los ceviches no son platos con los que uno se tropiece a cada paso.

La omnipresencia del ramen o el ceviche en los restaurantes no tiene nada que ver con ese supuesto ataque a la cocina local, sino con el capitalismo, la gentrificación, el turismo y los 'expats'.

En cualquier caso, ¿de verdad el ramen (una sopa con fideos) o el ceviche (pescados más o menos nobles marinados) son una amenaza para la cocina catalana? ¿Acaso no son platos originalmente sencillos y parte de la cultura gastronómica de quienes llegaron y se quedaron? ¿Su popularidad los convierte en enemigos? 

Otra cosa es su omnipresencia en los restaurantes, pero eso no tiene nada que ver con ese supuesto ataque a la cocina local, sino con el capitalismo, la gentrificación de la ciudad, el turismo y los expats. Los ricos, no yo, se entiende. 

Estos muchachos que, sin despeinarse, pagan 2.500 euros por un piso en Barcelona quieren sentirse en San Francisco o Melbourne, con su cold brew en cada esquina en vez de un carajillo de aromas de Monserrat. Pero ojo con los chistes, porque también son ellos los que luego pueden pagar con alegría y cierta frecuencia, más que los locales, los menús gastronómicos y dinamizar la vibrante escena coctelera de la ciudad

Mientras tanto, en voz baja y sin la repercusión mediática de algunos, centenares de bares, bodegas y restaurantes de barrio cada día practican a su manera una cocina catalana. ¿O acaso es más cocina catalana una escudella refinada, que un humilde pollo asado comprado en una tienda del Raval? ¿El sencillo bikini o el medio bocata de fuet de saldo que acompaña el café en tantos desayunos no es también cultura gastronómica propia, aunque no gocen del pedigrí del esmorzar de forquilla? No sé dónde desayunarán ellos, pero el de la mayoría se parece más a esto que a una tostada de aguacate o un plato de capipota.

Mientras tanto, en voz baja y sin la repercusión mediática de algunos, centenares de bares, bodegas y restaurantes de barrio cada día practican a su manera una cocina catalana.

¿Demagogia? Claro, todos sabemos jugar eso. Aunque cuando se empieza a hablar de lo propio y lo de fuera es fácil que las cosas empiecen a chirriar y las banderitas a ondear. Todavía recuerdo la indignación de algunos cuando en Casa Leopoldo abrió un restaurante chino.

Hablemos mejor de los verdaderos peligros para la cocina en general y la catalana en particular, por aquello de la proximidad. Los supermercados convertidos en vendedores de platos preparados e incluso restaurantes que son una competencia desleal para la hostelería. Las paellas y sangrías con las que se engañan a los turistas despistados que bajan del crucero de turno y creen que eso es lo que se come aquí.

Más. La Boquería convertida en parque de atracciones de la industria turística que, eso sí, es intocable, no vaya a ser que el gremio hostelero se enfade. El precio de los locales y la consiguiente madrileñización porque solo grandes grupos de restauración pueden permitirse pagarlos. Los precios de los pisos y los salarios miserables que, por lo que sea, hacen que, para la mayoría, llegar a fin de mes sea más importante que reivindicar la escalivada o fijarse si los guisantes son del Maresme.

Más peligros: los salarios miserables que hacen que, para la mayoría, llegar a fin de mes sea más importante que reivindicar la escalivada o fijarse si los guisantes son del Maresme.

Es el mercado, amigos, que decía aquel. Y, por lo visto, para esto no hay manual de autodefensa posible. Y, por cierto, esas cheesecake que ahora descubro que también son culpables de que la gente no coma más brazo de gitano, en realidad no vinieron de Nueva York, sino que están basadas en la clásica tarta de queso donostiarra de La Viña que triunfa desde hace muchos años en todo el mundo.

Así que, cuando Jon Cake prepara una de sus magníficas tartas —algunas con queso catalán— hay la misma cocina local ahí que en un delicioso brazo de gitano de una pastelería tradicional. Si no hay colas para comprar los segundos igual es cosa del idioma, aunque algo me dice que poner de moda el gipsy arm puede ser una mala idea.