Llama la atención que, en tan poco tiempo, Roger Solé se haya ganado el respeto de la profesión. Ha llegado tarde y no representa una amenaza para nadie, pero aun así, no es algo habitual. Desde hace apenas unos meses lidera, junto a Rodrigo Castillo, la cocina de la Bodega Gol en el barrio barcelonés de Sant Antoni y ya han pasado por allí los hermanos Adrià, Rafa Zafra (Estimar), Michael Pérez (El Forat) o Roberto Sihuay (Lima), entre muchos otros. Pero no adelantemos acontecimientos, empecemos por el principio.
Juneda, Lleida. Año 1974. Franco daba sus últimos coletazos y la televisión era en blanco y negro. En un pueblo de poco más de tres mil habitantes nace Roger y lo hace con el peso de cuatro generaciones de peluqueros sobre los hombros. Un peso que acaba asumiendo: durante más de 30 años su apellido sigue ligado al oficio.
Cabe apuntar que la cocina siempre estuvo ahí, a la vuelta de la esquina, aunque en un discreto segundo plano. Durante su infancia, relamiéndose con los fideos a la cassola de su abuela, de adolescente comiéndose los canelones fríos de la nevera de su madre; y ya de adulto, en su propia cocina, en los mercados y en los restaurantes que visitaba con auténtica devoción.
Pasión por el oficio

La tradición familiar, que se remonta a 1853, se rompe en 2018, cuando la crisis de la construcción se lleva por delante la barbería que había abierto en Barcelona, tal vez con excesiva ambición. Arruinado, decide probar con lo que siempre le había erizado la piel.
Gracias a una amistad personal, Roger no tiene formación como cocinero, entra en la cocina del Colmado Wilmot y allí empieza a tocar los instrumentos que hacen sonar la música que tan bien conoce. Los primeros meses fueron algo traumáticos. Era una profesión que tenía idealizada y le resultó chocante la cantidad de cocineros que simplemente hacen su trabajo.
En realidad, es algo que no debería sorprender a nadie. Desafortunadamente, no todo el mundo tiene una vocación. También es cierto que a veces te llevas sorpresas. Hace unos meses me invitaron a un restaurante porque el chef (nótese que digo chef y no cocinero) estaba pensando en las estrellas Michelin.
No me dedico a dar consejos de este tipo —ni me siento cualificado, ni los criterios de la guía roja están definidos como para que nadie vaya de experto por el mundo—, pero me lo pidió un amigo y fui. Al acabar, no hice ningún comentario, solo una pregunta: ¿Cuántos restaurantes con estrella sueles visitar al año? “Ninguno”, me dijo. Y añadió: “No voy nunca a restaurantes, estoy siempre trabajando”. Con eso me lo dijo todo.
Quizá Roger no sea del todo consciente, pero su pasión por el oficio y la atención que presta a lo que hacen los demás, lo sitúan claramente por encima de la media.

Un día de delirio gastronómico, desayunaría algo en La Pubilla, tal vez unos huevos fritos con terrina de pata y morro; picaría unos boquerones fritos en La Plata, sin dejar de darle un abrazo a Pepe; se acercaría después a la Granja Elena a disfrutar de su cocina catalana bien definida o tal vez a Tramonti 1980, a celebrar su amistad con Giuliano Lombardo; y cenaría en Ultramarinos Marín para gozar de su excelencia gastronómica o tal vez en Suculent, buscando inspiración en la cocina mediterránea de Toni Romero o quizás, si el cuerpo le pidiese alta cocina catalana, iría en busca de la magia que hace Jordi Vilà en Alkimia.
Sus bravas: un ejemplo de sus influencias
Esa curiosidad, ese conocimiento, siempre tiene reflejo en la cocina y es lo que nos encontramos ahora en la Bodega Gol. Las patatas bravas son un buen ejemplo. Utilizan patatas agrias con dos frituras, una a fuego lento a primera hora y otra, a más temperatura, justo antes de servir. La base es una salsa blanca, hecha con aceite de girasol y ajo, inspirada en las del bar Iruña de Lleida y el Mandri de Barcelona.

Sobre ella, un tomate muy reducido, sin rastro de agua para no humedecer la patata, con un punto dulce y caramelizado, en la línea de las bravas de Comerç 24 y Tapes 24. Y como remate, un aceite picante que rinde homenaje al legendario Bar Tomás. Tres influencias distintas que, juntas, definen una receta propia, directa y honesta.
Y no se nota solo en los platos, también en el ambiente. Bastan unos minutos en su cocina para percibir ese amor por el oficio. Fue divertido ver con qué desespero, no falto de humor, se recibió el pedido de una mesa de ocho comensales. Se pidieron cuatro raciones de cinco platos. ¿Pregunté cuál era el problema? Rodrigo me explicó que, siendo una mesa de ocho, podían pedirse casi toda la carta y probarlo todo, en lugar de compartir todos lo mismo, en la misma cantidad. Son pequeños detalles llenos de significado.
Quiero pensar que no es porque lleva poco tiempo en el oficio y no ha tenido tiempo de quemarse. Y, como quiero pensarlo, lo pienso y atribuyo todo lo bueno que está pasando en la Gol a su pasión por las cosas del comer. Está el premio del público, el de la crítica y el de los colegas y suele haber una distancia abismal entre los tres. Gracias a esta extraña pareja, Rodrigo es ingeniero de formación, la Bodega Gol se está posicionando para hacer un triplete, algo realmente excepcional.