Barras de metal, tapas andaluzas, churrerías, platillos y sobremesas. La restauración de L’Hospitalet podría definirse, y destacar, por muchos aspectos, también por cantidad. Así lo acreditan artículos y guías, pero la historia que sigue quizá hable mucho mejor de ella. Además, tiene un componente personal, real, pues se trata de la vida diaria del santo padre de quien esto firma, durante los últimos 35 años, los que ha pasado trabajando como profesor en la escuela Alpes de la localidad. A los residentes del principio de la Rambla Just Oliveras quizá les suene.
José, José Blas o “Don Blas” en el Alpes se jubiló pocos años antes de la pandemia. Hasta entonces, décadas comiendo en la localidad sirven para crear un relato de cordialidad y oferta, que trata más el cómo y que el qué, de la parte social de la gastronomía, la incunable y poco reflejada en guías y revistas. El hecho diferencial que define a una ciudad que ama a sus bares y restaurantes, que los entiende como suyos. Porque de eso va la restauración en nuestra sociedad, de compartir y ser empático. De ser individuo en colectividad.
Una ciudad que ama a sus bares y restaurantes, que los entiende como suyos
Viviendo en el barrio de Nou Barris (Barcelona), y teniendo dos horas para comer, la vuelta a casa para el ágape resultaba imposible. Así que, desde el principio, allá por mediados de los años 80, tuvo que buscar sitio para saciarse en el receso de mediodía. Pero él, poco sibarita pero pelín maniático, quería uno que fuera bueno-bonito-barato. Un sitio que entendiera lo que es la discreción, con una familiaridad que le permitiera hasta pactar el precio y decidir la mesa. Y, a poder ser, con periódico siempre a su servicio.
Explica que los primeros años deambuló y fue cambiando. Finalmente lo encontró. No recuerda el nombre. De ninguno. La falta de memoria lamentablemente se hereda. Pero sí recuerda la dirección: calle Sant Joan con Església, cerca de su cole. También el nombre del propietario: Jesús. Allí estuvo años. A gusto. Confraternizaron. Se respetaban. Y Don Blas convirtió el bar, “porque era un bar, no un restaurante”, en el segundo comedor de su casa. Hasta recibía llamadas o correspondencia.. “Solo comíamos de menú el propietario y yo”.
Don Blas convirtió el bar en el segundo comedor de su casa
El bar, por desgracia, acabó cerrando. Problemas económicos. Sus propietarios pusieron el negocio en venta y, como una cláusula más del contrato, aparecía que un profesor de la zona venía todos los días para comer de menú pagando tantos euros. Don Blas tembló. Perdía su espacio. Era de costumbres y aquel sitio le gustaba, pero Hospitalet tenía más que ofrecerle. Duró poco la zozobra, por lo que la necesaria amplitud de miras llegaría más tarde. El traspaso se produjo y los nuevos gerentes aceptaron el acuerdo. Eran de Barbastro, cerca del pueblo de la esposa de Don Blas, a la sazón mi madre. Entre aragoneses y hospitalenses, nobleza.
Allí siguió feliz, comunicándose con señas con el propietario, José, que respetaba su tiempo, espacio y conversación como buen mesonero. “Un gran tipo, el mejor camarero y anfitrión posible”. Pero la etapa también acabó. Tragedia y fallecimiento del aragonés. Don Blas, claro, fue al entierro. Así se entienden las relaciones de bar, como las de los amigos; la familia que eliges. Nuevo traspaso. Nueva cláusula y nuevo equipo, pero aquí Don Blas ya decidió volar. Podía hacerlo: es lo que tiene Hospitalet y su oferta restauradora.
En los años siguientes fue cambiando. Alternaba bares hasta que llegó a “uno que me encantó”, que ya no existe, en Príncipe de Bergara con la calle Mayor. También allí pactó el menú. También allí se comunicaba bien con el camarero y también allí recibía el periódico incluso de parroquianos habituales. Es la veteranía de bar. El respeto de atender primero a los habituales. Porque no es mala educación; es respeto. Y Hospitalet de eso también va sobrado.
En los últimos años, antes de su jubilación, ya no tuvo parroquia fija. En la Avenida Carrilet, en la mítica churrería l’Àvia del passatge Blanchart, cerca del Tecla Sala, en la calle Girona… Fue y vino, y se fue. Desde Barcelona, aún a día de hoy, acude de vez en cuando a su ciudad de acogida para saludar y recordar. Entra en los bares y recuerda. Y habla, y pregunta, a veces hasta come. Paella, gazpacho, butifarra amb mongetes, calamares a la andaluza, merluza, torreznos. “Hospitalet es casa. Ciudad de buenos mesoneros”. Sonríe. Las nuevas generaciones seguimos dando fe.