El vino y sus etiquetas

El vino y sus etiquetas, o como las bodegas deberían prestar más atención al contenido informativo de los rótulos de sus botellas

Joaquín Romero, autor en Hule y Mantel

Periodista

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Un vinatero enseña un vino con etiqueta blanca / Canva
Un vinatero enseña un vino con etiqueta blanca / Canva

Es difícil determinar dónde está el origen real, más allá del artículo de The Lancet de 2018, de las sospechas sobre el vino como agente cancerígeno. Hay quien sospecha con razón que está relacionado con la tendencia purista –más bien, farisaica– que recorre el mundo en busca de culpables de nuestras desgracias.

Al final, el Parlamento Europeo ha descafeinado esa declaración no vinculante sobre el consumo de vino que amenazaba con anatemizar lo que ha sido un hábito de la cultura occidental desde hace más de veinte siglos y una industria potentísima para España que ahora mismo genera una facturación superior a los 5.400 millones de euros, o lo que es lo mismo el equivale al 2,2% del PIB nacional.

Nuestro país, aun siendo un gran productor y consumidor, tiene muchas asignaturas pendientes porque pese a ser el primer viñedo del mundo –940.000 hectáreas plantadas, el 13% del total– en realidad ocupa el tercer puesto en el ranking de la producción. Ese desfase responde a muchos factores, pero puede que no sea negativo. Podría ser bueno que teniendo la primera planta productiva de uva no mantengamos la misma posición en hectólitros de producto.

El caso es que la Europa política y bienpensante ha puesto el ojo en el consumo de alcohol. Nos lo podemos tomar a la tremenda porque si en el futuro la Unión Europea recomienda consumirlo con moderación, cómo se podrán reclamar ayudas públicas para fomentar la excelencia en su cultivo –apoyo al territorio, por ejemplo– y en su calidad –trabajar a pérdidas si hace falta–. Es preocupante.

De momento, las botellas no deberán incluir leyendas sobre peligrosidad del trasiego excesivo, ni mucho menos algo que se parezca a las advertencias sobre el hábito –vicio– del tabaco.

Dicho esto, y con todos los respetos, sería un pecado imperdonable que el sector no aprovechara la circunstancia para, armándose de valor, dar un revolcón a sus etiquetas y hacerlas más auténticas. Los elaboradores de vino –y toda la cadena de comercialización– tienen la obligación de informar con la máxima honestidad a los consumidores de forma directa. Está bien que se preocupen por renovar las imágenes que adornan la presentación de la botella, pero no deja de ser superficial y anecdótico.

El consumidor final se merece una información fidedigna, que necesariamente ha de ser breve, pero sobre todo veraz. En lugar de aludir a ciertos aromas, recuerdos de sabores y subjetividades semejantes, deberían remitir a cuestiones objetivas –datos—, fehacientes e indiscutibles. Cuando las fuerzas del falso progresismo vuelvan al ataque estarán más preparados para defender su autenticidad.

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