A vueltas con el kilómetro 0

El gastrónomo Rogelio Enríquez reflexiona sobre la evolución del km 0, de la práctica natural a la doctrina estricta, desde el punto de vista del comensal

Rogelio Enríquez

Miembro de la Academia Madrileña de Gastronomía

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A vueltas con el kilómetro 0 / Foto: Espantapájaros en un huerto, de Canva
A vueltas con el kilómetro 0 / Foto: Espantapájaros en un huerto, de Canva

Hace poco, en un foro gastronómico online un grupo de amigos manteníamos una encendida discusión acerca de los restaurantes que practican la denominada cocina de km 0 y el extremo ridículo al que han llegado algunos de ellos.

La idea de tener restaurantes que se autoabastezcan de productos cultivados en sus propios huertos o llegando a acuerdos con productores autóctonos, además de ser un proyecto más sostenible, es una buena forma de potenciar y dar a conocer productos locales, para lo bueno y para lo malo. Siendo lógicos, resulta altamente deseable dejar de mandar barcos de cebollas desde Nueva Zelanda cuando se pueden comprar algo más cerca. La tendencia a la práctica del km 0 es algo natural y, hasta no hace mucho, era lo normal. 

El problema surge cuando las ideas se convierten en doctrinas o movimientos excluyentes

Esta forma de pensar ha llevado a la aparición de los locávoros, esos consumidores que se alimentan tan solo de productos que se cultivan o producen en su localidad o en su proximidad. Este movimiento alimenticio, busca una economía alimentaria autosostenible a la vez que tienen en cuenta el medio ambiente e intenta fomentar la salud económica y social de un determinado entorno. Pero esta corriente gastronómica no debería ser excluyente. No todos los restaurantes que en la práctica realizan esta cocina están adscritos ni certificados bajo el movimiento Slow Food km 0. Hay muchísimos que trabajan desde hace años bajo esos parámetros sin planteárselo como algo estricto. De hecho, la mayoría de los restaurantes de zonas rurales son y han sido siempre practicantes del km 0. 

El problema surge cuando las ideas se convierten en doctrinas o movimientos excluyentes. Si para hacer una cosa tan razonable como esa, la gente necesita una bandera y sentirse miembros de una comunidad de afectos a la causa, allá ellos. 

Un caso extremo fue el de Magnus Nilsson, aquel sueco que se marchó al Círculo Polar a hacer cocina de proximidad. Lo más sobresaliente es que encima no le fue mal, pero la clientela recorría por aire y tierra miles de kilómetros para ir a comer al restaurante, con lo que la idea de evitar el efecto de la huella de carbono se fue al garete. Para eso también tendríamos que haber creado la figura del comensal de proximidad, que todo se andará. 

En otras ocasiones estas ideas, llevadas al límite, provocan situaciones que pueden alcanzar el ridículo. Como ese señor al que se le metió entre ceja y ceja que eso de km 0 era traer cosas de demasiado lejos y ha creado lo del metro 0, es decir, el 95% de todo lo comido venía de la huerta que ejerce de jardín del restaurante. Para ello, el cocinero ha tenido que inventarse un helado de espinaca, y unas espumas de bizcocho de acelga, convertir a los clientes en vegetarianos accidentales y, por supuesto, autolimitar la elección de producto a una distancia que no va más allá del de la verja de su huerto.

Lo normal es que al viajero gastronómico lo que le apetezca sea probar productos que reflejen la despensa del lugar que visita. Pero, sobre todo, lo que quiere es comer bien. Para mí, lo primario no es tanto comer como un vikingo, como un payés, o, ¿porque no?, como un turista en Nueva York. Sino sentirme bien con la elección que haya hecho. En el mundo global en que vivimos corremos el riesgo de comer igual en todos lados, pero llevando al extremo el km 0 corremos el riesgo de morirnos de aburrimiento. Debería haber un camino intermedio.

De momento, no pretendo renunciar a comprar un pichón de Bresse

De momento, no pretendo renunciar a comprar un pichón de Bresse o unas papas canarias sin tener que ir a por ellas. Es responsabilidad de cada cocinero entender cómo integra su restaurante en su comunidad. Recuerdo que, en Pastrana, preciosa localidad de la provincia de Guadalajara, las huertas estaban abandonadas y en los restaurantes no perdían el cuajo al contarte que compraban lechugas y tomates en el Alcampo que estaba a 40 kilómetros. Eso no es sabio.

Como tampoco lo sería apedrearle el restaurante a Dabiz Muñoz solo porque por allí cerca cerca, lo que se dice comida se cultiva bastante poca. Pero tampoco nos pongamos estupendos o acabaremos diciendo que el McDonalds es km 500 ya que todos sus proveedores son nacionales. Del mismo modo que podríamos terminar tachando al restaurante chino de mi barrio de fundamentalista por servir exclusivamente comida china.

Pienso que la obligación de un cocinero es dar bien de comer. Lo de divertir, sorprender, estimular intelectualmente o salvar el planeta deberían ser, si no daños colaterales, objetivos secundarios. Igualmente cierto es que el objetivo del mismo cocinero debería ser ganar dinero, y los cocineros inteligentes saben que si consiguen repartir ese dinero entre los productores que le rodean se puede crear un círculo virtuoso que beneficie a muchos.

El paradigma, en mi opinión, lo representa Ricard Camarena. Este hombre ha tenido la visión de controlar la calidad de los productos que necesita firmando acuerdos con campesinos que tienen capacidad de producir buen producto, pero que no lo hacen porque la distribución mata sus necesitados beneficios. No busca tomates plantados bajo una tormenta solar, ni cocinar con las hierbas de las acequias, busca producción honesta y paga honestamente por ella. Eso si es transformador. Por otra parte, en la comarca de la Safor, trabaja con campesinos para recuperar variedades de verduras y frutas que desaparecieron por la lógica uniformizante del mercado y lo hace para conseguir que esos sabores regresen a las mesas. 

La sostenibilidad de un restaurante gastronómico depende de tener un buen puñado de clientes extranjeros y kilómetro mil —dejemos de lado las cohortes de stagiers foráneos rotantes—. Meter la variable sostenibilidad medioambiental como reclamo me parece un perfecto ejercicio de incoherencia, siendo benévolo, o de hipocresía, no siéndolo tanto.

Entiendo que cada uno plantea su negocio bajo los parámetros que le da la gana (incluido el hacértelo pasar mal, como defendía el otro día Aduriz), y si te gustan, bien, y si no… pues ya será el cliente el que decida si le compra la idea o no.

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