Mi té con Escoffier en el Savoy

COLUMNA| Las reflexiones e inseguridades más humanas de una historiadora de la gastronomía cuando visita por vez primera un escenario clave como el hotel Savoy de Londres, donde Escoffier cambió el curso de la cocina

Sandra Lozano, Historiadora en elBullifoundation y autora en Hule y Mantel

Historiadora en elBullifoundation

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La hora del té en el foyer dedicado al Támesis en el Savoy de Londres / Foto: Savoy Hotel
La hora del té en el foyer dedicado al Támesis en el Savoy de Londres / Foto: Savoy Hotel

En ocasiones me frustra la desconexión sensorial de las realidades sobre las que investigo, escribo, pienso y leo. Por suerte, quedan pequeñas rendijas por las que asomarse a la historia: los lugares centenarios que aún están en pie, transformados y seguro que irreconocibles respecto a su origen, pero siguen ahí y visitarlos me provoca una vibración muy gustosa. 

Hace poco fui a parar a Londres, donde tuve ocasión de redimir mis ganas de contacto con la historia de la gastronomía: tomé el afternoon tea en el legendario Savoy, el primer hotel de lujo de Inglaterra, fundado en 1889. Conocido por varios hitos destacables —como el de ser uno de los primeros edificios dotados de iluminación eléctrica—, se ha ganado un hueco en la historia de las cosas del comer porque durante ocho años aquí trabajó Auguste Escoffier, el gran chef de finales del XIX y principios del XX. 

"En sus salones se forjó uno de los primeros eslabones del turismo moderno"

El paso del cocinero por el hotel, donde hizo dúo con César Ritz, convirtió al Savoy en el lugar de moda por el que aristócratas, viajeros adinerados y estrellas de la ópera se dejaban ver. En sus cocinas Escoffier creó algunos de los platos que le dieron fama y en sus salones se forjó uno de los primeros eslabones del turismo moderno.

Pues allí fui yo, turista y moderna también, con ganas simplemente de estar, de pisar el interior de aquel lugar y curiosear un rato. Lo primero que vi del Savoy fue su parte trasera, con un aspecto decadente que me hizo dudar de estar ante el glorioso hotel que buscaba. Cruzando por un pasadizo atravesé sus tripas de tuberías vistas y por fin me situé frente a la entrada. 

En ese momento me invadió una timidez profunda. Mi cuerpo se quería largar por el mismo callejón por el que había llegado, pero mi cabeza seguía insistiendo en tomar unas fotos, hacer alguna pregunta. Pero es un hotel de lujo y yo no pertenezco a ese mundo. Miré a los botones ataviados con sombrero de copa, la gran puerta giratoria, una señora entrando con gafas de sol, muy alta y esbelta. Y me dije, se van a dar cuenta de que no soy clienta (o huésped, o como digan).

"...es un hotel de lujo y yo no pertenezco a ese mundo"

Cierta vez leí que el estatus social determina el grado de confianza en tus posibilidades, y allí clavada en la acera, mi confianza hacía aguas. Los signos distintivos de la clase social siguen vigentes y en situaciones así se me hacen muy presentes. Yo no me acercaba al Savoy por ganas de lujo, yo lo hacía por ganas de conectar con mi conocimiento, sentir un poco ese escenario sobre el que pronto me tocará escribir.  

Recogí los trocitos de mi ego que se estaban cayendo por el suelo y crucé la puerta. Dentro, vi que el hall conserva el esplendor de antaño, pero visto hoy es inevitable apreciar un velo de naftalina, como de un viejunismo con clase. Recuperé la desvergüenza y me acerqué a la recepción excusándome por la "weird question", y pregunté si aún se conservaban las cocinas originales del hotel donde Escoffier trabajaba. Después reparé en que, en realidad, el hito histórico que aunó a Ritz y a Escoffier para levantar este sitio fue breve en el tiempo, solo 8 años que, además, no terminaron nada bien. Ambos fueron despedidos tras un escándalo por fraude.

El hotel no conserva huellas del paso del chef, pero sí ha preservado la apariencia y el uso del salón de té original, el del s. XIX, que ocupa una luminosa posición central después del hall. Esto me lo cuenta su recepcionista, Francesca, una estudiante de gastronomía italiana con la que conecto enseguida gracias al interés de ambas por la historia. Respiro aliviada, ya está, conexión hecha, ahora sí siento que pertenezco a este lugar, puedo estar aquí, no me vincula el lujo ni el dinero, pero sí el conocimiento. Francesca me cuenta que aún queda alguna mesa disponible para tomar el té al día siguiente y la reservo.

"Puedo estar aquí, no me vincula el lujo ni el dinero, pero sí el conocimiento"

De vuelta a mi hotel de King’s Cross de dos estrellas, me entraron de nuevo los nervios: no tenía una blusa adecuada, tendría que ir a pintarme las uñas, no podía ir con estas manos, no me había llevado tacones. ¡Todo mal! Una cosa es no ser de clase alta y otra es saltarse a la torera el mandato de género en un sitio así. Dormí bien. Al día siguiente todo eso me dio igual.

Disfruté de la velada, miré cada detalle con entusiasmo, la mesa, la vajilla, la parafernalia del té, los movimientos de la camarera, la pianista, la luz entrando por la claraboya del techo. La bandeja de los sándwiches, el frescor del pepino, la cremosidad del coronation chicken, la dulzura del lemon curd, la temperatura tibia de los scones. Y me imaginé a Nellie Melba por aquí, y a Escoffier pasando para saludar a las señoras antes de la cena, con un seductor acento francés.

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