Hace unos años en Noruega se me ocurrió preguntar, por aquello de dinamizar la sobremesa, qué pasaba con lo de comer ballena. Amablemente, fui invitado a irme a Francia a preguntar por el foie. Una forma nórdica de indicar que hay asuntos que se debaten y critican en casa, pero que no gusta cuando alguien de fuera sin el contexto histórico y cultural adecuado viene a tocar las narices sobre lo que está bien o no cazar y comer.
La verdad es que el argumento chirría por todos lados porque cualquier cosa sustentada en la tradición cae precisamente cuando desde fuera se señala que no tiene ningún sentido. Pero confieso que como vasco he sucumbido a la tentación de soltar algo así ante el debate ya tradicional que, por estas fechas, surge alrededor de las angulas.
No se trata de abanderar cierta exclusividad vasca sobre el asunto, claro. Se pescan y consumen en muchos sitios, aunque es verdad que en Euskadi tienen cierto peso histórico y social, ya sea por ser el plato estrella —para quien pueda pagarlo— el día de San Sebastián, porque muchos hemos crecido viendo cómo se pescaban en las curvas más sucias de la ría de Bilbao, y quien más quien menos ha escuchado anécdotas de sus padres que, aseguran, las comían sin miramientos porque no eran nada lujoso.
Las angulas se pescan y consumen en muchos sitios, aunque es verdad que en Euskadi tienen cierto peso histórico y social.
De ahí que la opinión de cocineros vascos como Pedro Subijana y Andoni Luis Aduriz —ambos en contra de su pesca y consumo desde hace tiempo— sea especialmente relevante. O al menos, mucho más que quienes ahora se rasgan las vestiduras, porque es lo que toca, cuando en realidad todos sabemos que habrán comido en angulas el equivalente al PIB de algún país de tamaño medio.
Las dudas de sabios y gastrónomos sobre el asunto solo son superadas por las peticiones de hosteleros para que la administración regule el tema y no deje en sus manos semejante duda moral. Que ya sabemos todos cómo acabó en la pandemia aquello de tener que elegir entre negocio y salud general.
El caso es que el asunto de las angulas representa perfectamente uno de esos debates absurdos que revoluciona durante unos días el microcosmos gastronómico, pero que ahí fuera importa bien poco. De entrada, porque hablamos de un producto exclusivo —es parte de su atractivo— que solo un porcentaje insignificante de la población podría permitirse. Lo del chiste de los problemas del primer mundo, pero multiplicado por miles de euros.
El asunto de las angulas es uno de esos debates absurdos que revoluciona el microcosmos gastronómico, pero que fuera importa bien poco porque solo un porcentaje insignificante de la población puede permitírselo.
Pero, sobre todo, porque no hay mucho margen de debate ante lo evidente: si hay una especie en peligro de extinción, comerse a los alevines parece una idea regular. Caso resuelto. Hablamos, que nadie se ponga nervioso, de un tema de conservación de la especie, no vayamos a liarnos y acabemos hablando también y menos en estas fechas de cochinillos, corderos o eso de comer crías en general.
Dicho todo eso, he de reconocer que, no sé si por vasco o por esa absurda seducción que produce lo escaso, una cazuela de angulas sigue teniendo cierto atractivo, y dudo que fuera capaz de resistirme si se cruzara una en mi camino. Aquí cada cual gestiona sus mierdas y sus contradicciones como puede.
En realidad, creo que las he comido en porciones minúsculas un par de veces, y coincido con todos los que dicen que es más textura que sabor. Y, sobre todo, más cuestión de mito que de gastronomía. Vaya, que lo interesante no son las angulas en sí, sino aquellas historias de pescadores furtivos en la ría cuando era de color marrón o por qué esa tradición de matarlas con tabaco.
Coincido con todos los que dicen que es más textura que sabor. Y, sobre todo, más cuestión de mito que de gastronomía.
O cómo su posible futura escasez provocó que el surimi japonés llegara a Aguinaga en Guipúzcoa para hacer gulas, marcando el inicio de un pequeño imperio empresarial y de un producto —los palitos de cangrejo, en Euskadi rebautizados como txaka— que acabaría siendo uno de los pintxos baratos más populares de las barras.
Ya que hay poco debate posible, hablemos al menos de todas esas historias alrededor de las angulas que, por suerte, son o eran mucho más que un producto que solo cuatro pueden pagar y comer. Su peso social en el País Vasco es tal que hace ya más de 30 años la película vasco-cubana Maité —una comedia bastante prescindible— las convertía en protagonistas de un surrealista negocio internacional que salía mal.
En realidad no, porque aquellas angulas que se iban a intercambiar por tabaco cubano acabaron siendo hermosas anguilas que se vendieron a muy buen precio en Japón. Y es que seguramente la cara de estupefacción de cualquier japonés al saber que nos comemos las diminutas e insípidas angulas en lugar de esperar a que sean sabrosas anguilas, es el mejor resumen de esta película que nos montamos cada Navidad.