Ayer, repasando con una amiga la trayectoria de Robe Iniesta, me contaba que escuchó hace poco una de sus canciones en el bar de su pueblo. Automáticamente le dije:
-Ojalá ir a ese bar.
-Cierra dentro de poco.
Y es que con la muerte de Robe no solo se va Robe. Con la muerte de Robe se van mesas de madera con nombres escritos a navaja. Mesas llenas de vasos y botellas vacías. Se va el olor a serrín en aquel viejo bar. Se van los cubatas y las cervezas en vaso de tubo. Se va el hacer cola sin parar en la puerta de algún bar. Se va el bar de abajo, donde si un día no había cena en casa, te podías bajar a por un bocadillo de lomo con queso, y el camarero, aunque te pusiera la cara más desagradable del mundo, sabía que el pan te gustaba tostado en la plancha y el queso bien fundido.
Con la muerte de Robe se van mesas de madera con nombres escritos a navaja. Mesas llenas de vasos y botellas vacías. Se van los cubatas y las cervezas en vaso de tubo.
Con la muerte de Robe se va el ver como se dejan llevar, como levantan la voz y como se arrancan sin más las personas más dispares. Robe hacía abrazarse al más bakala con el más heavy, porque algo tenían en común: se sabían “So payaso” de pe a pa. Porque Robe hacía milagros, convertía el agua en vino, y cantaba desde lo más profundo hasta lo más mundano. Hacía poesía sin que nadie fuese consciente de que lo era, y eso lo hacía único y universal.
Con la muerte de Robe también se va el bar como terapia antes de que la salud mental entrase en nuestras vidas. Porque no todo el mundo se puede permitir un psicólogo, pero sí se puede permitir ir de bar en bar. Porque si sostribo mi desidia en la barra de algún bar, o si me bebe el malestar y me come la apatía, el bar, y la gente que en él habita, quizás me ayude. Porque los bares, como las canciones de Robe, han salvado vidas, aunque ni Robe ni los bares son conscientes de ello.
Con la muerte de Robe se van sus canciones, que no pueden ser más bar. Esas canciones que parece que nunca van a acabar, que podrían ser interminables si no fuese porque, irremediablemente, todo empieza y todo acaba. Como la sobremesa de una buena comida. O como esas tardes en la que bebías rubia la cerveza pa’ acordate de su pelo y te lo gastabas todo en salir, beber, el rollo de siempre. Esas tardes que se convertían en noches, y que te demostraban que lo importante era disfrutar del camino, porque al final ibas a llegar a la cama y, joder, qué guarrada sin ti.
Con la muerte de Robe se va la banda sonora de los bares que nos vieron crecer. Esos que no tenían cócteles, sino 'kalimotxo'; que no tenían 'playlist', sino una minicadena donde poder poner 'Agila'.
Con la muerte de Robe se va la banda sonora de los bares que nos vieron crecer. Esos que no tenían QR, sino lista de precios; que no tenían cócteles, sino kalimotxo; que no tenían playlist, sino una minicadena donde poder poner Agila hasta que se rayase el disco. En esos bares, los silencios entre caña y caña se llenaban con versos que hablaban de amistad, de la vida, de voces social adormecidas, de la maravillosa mierda que es el amor, o de la necesidad de, de vez en cuando, pegarse un cabezazo contra alguna barra. Porque Robe sabía que la barra no es solo un sitio: la barra es una locura transitoria.
Quizá por todo esto duele tanto la muerte de Robe. Porque cuando muere alguien así, se muere la cadena que ataba el reloj a las horas, y también muere la excusa para volver a esos bares que hoy cierran, de la misma forma que Robe cerró ayer su ataúd con la picha por fuera pa’ que se la coma un ratón.
Porque Robe, tú te vas, y te encontrarás con Gillespie, Zappa, Mercury, Camarón, y quizás te sientas mejor, porque tendrás una estrellita pequeñita, pero firme, pero nosotros nos quedamos en una calle sin salida. Y, siento en el alma decirte que, este bar está cansado ya de despedidas.