Reflexiones alrededor de una langosta o la gentrificación de los ingredientes pobres

COLUMNA | Hay que poner en valor los productos que forman parte de la historia culinaria de nuestro país, pero asusta que manjares que siempre han sido asequibles se encarezcan

Sarah Serrano

Historiadora y comunicadora gastronómica

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Reflexiones alrededor de una langosta o la gentrificación de los ingredientes pobres / Imagen: Zozu para Hule y Mantel
Reflexiones alrededor de una langosta o la gentrificación de los ingredientes pobres / Imagen: Zozu para Hule y Mantel

Últimamente parece que mis reflexiones van al rebufo de otros medios. No sé si eso significa que estoy empapada del contexto gastronómico o que no soy nada original. El caso es que llevo unos días dándole vueltas al asunto de la gentrificación de la comida.

El País Gastro publicaba recientemente un interesantísimo artículo sobre el proceso de gentrificación que sufren las ciudades a causa de los foodies. Por su parte, elDiario.es también publicaba un tema sobre lo que su autor había denominado "gastrificación", dándole vueltas a la misma idea. El resumen es que allá donde vamos acabamos comiendo siempre lo mismo. Esta reflexión, sin duda necesaria, nos ha rondado la cabeza a todos los que hemos colocado la gastronomía en el centro, la vivimos y la pensamos.

Existe un discurso gastronómico que busca reivindicar los productos que han usado siempre las clases populares por su capacidad para alimentar mucho por muy poco.

Si te gusta la gastronomía (que no es lo mismo que que te encante comer o que te fascine el lujo) te suele divertir viajar, por el mero hecho de que, para conocer determinados ingredientes, platos o modos de hacer, tienes que desplazarte para verlos en su contexto.

Fue así como, hace unos días, mientras disfrutaba de un viaje por la isla de Sao Miguel, en Azores, reflexionaba con mi pareja en una marisquería sobre lo que, a falta de una mejor definición, llamé como “gentrificación de los ingredientes pobres”, a propósito de esa leyenda que cuenta que la langosta fue una comida de presos y sirvientes.

Existe desde hace algunos años un discurso gastronómico que busca reivindicar los productos que han usado siempre las clases populares por su capacidad para alimentar mucho por muy poco. Se usan, a menudo, como sello de identidad de lo local, de lo auténtico y, por supuesto, lo sostenible. Un trabajo que resulta encomiable, pero peligroso.

Desnudar preparaciones típicas para vestirlas con un traje más acorde a su tiempo puede entrar en conflicto con la continuidad de las tradiciones y suponer una pérdida de patrimonio gastronómico.

La cantinela de la tradición y vanguardia, repetida hasta convertirse en tatuaje, nos ha dado muchos platos icónicos, pero esconde un reverso tenebroso. Desnudar preparaciones típicas para volver a vestirlas con un traje más acorde a su tiempo puede entrar en conflicto con la continuidad de las tradiciones y suponer una pérdida de patrimonio gastronómico.

Es, en gran parte, causante de esa sensación que tenemos de estar comiendo siempre lo mismo en todas partes y que responde a esa capacidad que tienen los cocineros de generar tendencias que acaban por convertirse en objetos de deseo. Y el deseo se capitaliza, produciendo la subida de los precios de esos ingredientes que antes no costaban lo que valían.

El deseo se capitaliza, produciendo la subida de los precios de esos ingredientes que antes no costaban lo que valían.

Lo hemos visto en diversas ocasiones con cortes de carne denostados como las carrilleras, o mariscos que nadie quería como las galeras. Lo hemos visto en la caza, una práctica que se realizaba como medio de subsistencia y que tenía un alto valor gastronómico, pero que al estar relacionada con la pobreza dejó de ocupar las mesas de aquellos que podían comprar pollo o ternera.

Ahora no son pocos los restaurantes gastronómicos que incluyen en su menú alguna preparación de caza o que han basado directamente su propuesta en las proteínas silvestres. Pienso en Ababol, en Ancestral, en Lera, en Arrea! (¿hay algo más “pobre” que la recolección y el furtivismo?), en Treze, en Brutalista

Se ve en las legumbres, alimento de los pobres por excelencia, que tenían entre sus virtudes su bajo coste hasta hace unos años. Ahora el precio por kilo de diferentes alubias, fabes, judiones, garbanzos y lentejas rozan o superan los de algunas carnes. Mucho tiene que ver en esto el asunto de las denominaciones de origen. ¿No resulta un poco absurdo que ahora todo tenga una marca o un sello?

Si vas quitando capas, cuesta explicar que un producto con un logotipo valga un tanto por ciento más que otro que es exactamente igual, se ha producido de la misma manera y en el mismo lugar.

Si vas quitando capas, al final cuesta mucho explicar que un producto con un logotipo valga un tanto por ciento más que otro que es exactamente igual, se ha producido de la misma manera y en el mismo lugar, con la única salvedad de que no tiene esa pegatina o papelito que el fabricante ha tenido que pagar para poder colocar sobre su queso, vino o legumbre. Pero ese es otro tema.

El problema de la gentrificación de la comida no está sólo en que los comercios y mercados de abastos vayan cerrando puestos y abriendo restaurantes o esquinas foodies, lo que más me preocupa es que se está perdiendo la soberanía alimentaria.

Como amante de la gastronomía, me gusta que se pongan en valor los productos que forman parte de la historia culinaria de nuestro país, pero me asusta que eso suponga que muchos dejen de tener acceso a esos manjares que siempre han sido asequibles. La comida barata no puede ser solo la precocinada y ultraprocesada, porque eso solo conduce a ampliar la brecha entre los que se pueden permitir una dieta equilibrada y los que no.