¿Qué une a una bodega de La Rioja con un códice medieval del siglo X? Esa es la pregunta que late en el corazón de Vinícola Real, la casa riojana que da vida a la reconocida gama 200 Monges, y que desde sus inicios ha vinculado su proyecto vitivinícola con el patrimonio cultural de San Martín de Albelda y el célebre Códice Vigilano o Albeldense.
Pudimos desplazarnos hasta allí, hasta el municipio de Albelda de Iregua, para conocer toda su historia de la mano de Silvia Rodríguez, hija del fundador de la bodega, Miguel Ángel Rodríguez, y representante de la nueva generación. Con Silvia, pronto la conversación se volvió práctica: nombres de parcelas, orientaciones, una parcela que por la tierra calcárea da vinos con nervio, otra donde la tierra retiene más la humedad y aligera la maduración...
Pero todo esto no es práctico, si no se pisa el terreno. Ir a la viña con alguien que la vive desde la infancia y la estudia con curiosidad adulta, tiene otra textura. Silvia no es una guía neutra: gesticula al señalar la orografía en la finca Valles, la gran diferencia una vez subes nada, veinte metros a Vallejuelo. Esa mezcla —memoria familiar y voluntad de pedigrí técnico— es la que marca el pulso de Vinícola Real.
El tiempo y la paciencia, como método
Volver a la bodega es bajar de la viticultura al gesto: los calados excavados, la frescura subterránea donde respiran barricas y depósitos, y la sensación de que aquí todo está pensado para desafiar al tiempo. Sara Arambarri nos hace de guía por las entrañas de la bodega, pocas veces he participado en una visita como la suya. Experimentada, apasionada y con entrega total.

Mientras vamos observando algunas obras de arte, nos habla de los calados y de Miguel Ángel Rodríguez. Fundador y alma visible del proyecto, aparece en la historia como quien ha hecho del trabajo paciente su método: excavar, guardar, comprobar. No es una bodega que pretenda impresionar con artificios, su ambición es otra: encontrar la hondura en la espera.
El Códice Vigilano o Albeldense
En el corazón de ese proyecto está el vínculo con la historia local: el Códice Vigilano o Albeldense y la leyenda de los '200 monjes' que dan nombre a la etiqueta. Sara nos explica la gracia con el nombre: se le deja la 'g' en vez de la 'j', ya que el nombre proviene del occitano, que era la lengua de estos eremitas.

Una respuesta que no es solo un guiño ornamental. El códice, su memoria y su custodia alimentan la narrativa de la casa. Esa conciencia cultural se nota en la manera en que la bodega organiza sus visitas, en las conversaciones que se mantienen durante la cata y en la forma de presentar una historia que no rehúye del pasado. Al contrario, custodian y traen un patrimonio cultural de envergadura histórica.
Antes de sentarnos a la mesa de cata, probamos vinos tal y como salen del depósito: jóvenes, tensos, apenas acusan el paso del tiempo. Es una experiencia que siempre recomiendo cuando se quiere entender una bodega: ver el vino antes del embotellado, antes de la estabilización, antes del barniz. Allí estaban las manos de Miguel Ángel y la tierra que los hace, aunque siempre poniendo el acento en la honestidad del fruto.
Vinos de añadas antiguas
Llegó el momento de la mesa, tocaba reponer fuerzas y probar algunos vinos. Para ello nos acompañó el boss. La cata con Miguel Ángel fue el momento en que la jornada quedó marcada en la memoria. No por teatralidad: por generosidad. Abrir añadas antiguas no es un gesto menor, es compartir una pequeña arqueología palaciega: vinos que han envejecido en silencio, que hablan de decisiones, de años concretos y de terrenos.

Entre los vinos que catamos, recuerdo con claridad un Reserva tinto de 1994 y un semidulce blanco de 2011. Dos perfiles diferentes que, juntos, explican la amplitud de la casa. Tradición, experimentación.
El de 1994 todavía conserva una estructura clara: la fruta roja se mantiene, apenas acusa oxidación. Nada de fruta confitada, buena estructura y especies secas. Los taninos, muy domesticados, sostienen la columna vertebral con elegancia, no con aspereza. Es un vino que demuestra que la guarda ha sido aquí una estrategia consciente, no una anécdota. Buscan longevidad, pero sin que tengas un cadáver en la mesa, se agradece.
El de 2011 semidulce, por su parte, ofrece otra lectura de la región. Es un blanco que no busca el estereotipo de mineralidad fría, sino la expresión de una madurez lenta, de azúcares que se contienen, de acidez que no abdica. Soy un fan declarado de este patrimonio perdido en La Rioja, unos semidulces de guarda a una altura estratosférica. Ambas botellas funcionan como testimonios de que lo que la bodega hace, lo hace para durar.
Un relato y un relevo que se construyen
Hablar de vinos y no hablar de nombres sería injusto. 200 Monges no es un reclamo vacío, es un puente. El nombre recorta una geografía de memoria que la bodega ha decidido convertir en parte de su identidad. Cuando Miguel Ángel nos cuenta los orígenes —cómo se excavan calados, cómo se contiene el vino en la materia fría de la bodega—, la historia se siente a la vez local y decidida. Es un relato que no pretende ser épico, es simplemente honesto.

Silvia aparece como figura con fluidez en las tareas diarias, en la viña, en las explicaciones técnicas, en la representación de la casa. Miguel Ángel conserva la centralidad del proyecto, pero no como alguien que retiene, más bien como quien acompaña la llegada de una generación que entiende la tradición y quiere traducirla. Verlos a ambos por separado y, a la vez juntos, es ver un relevo que no se impone, sino que se construye.
En Vinícola Real tuve la sensación de que algunas bodegas funcionan como archivos. De hecho, a su zona de guarda la llaman "la biblioteca". Un registro que no tan solo custodia líquido, custodia un territorio que se conserva en piedra y en papel.
En este sentido, la relación con el códice va más allá del simbolismo y la literalidad. El manuscrito, el monasterio de San Martín de Albelda, sus monjes, que dan nombre, pero sobre todo da sentido a una decisión visceral: elaborar vinos que tengan paciencia, historia y, cuando la tienen, la generosidad de mostrarlas.
Al final llega la reflexión, una reflexión que es una imagen. La de una mesa compartida con gente encantadora bajo la bóveda del calado, copas que recogen el reflejo de una persona y una gran certeza: la memoria, sea en tinta sobre pergamino o en el fondo de una botella, necesita manos creativas y ambiciosas para perdurar en el tiempo.