No solo tiene color: en Sevilla hay olores que anuncian estaciones. Uno de ellos, intenso y casi hechizante, comienza a esparcirse con fuerza justo cuando la Feria de Abril va quedando atrás y los caminos del Rocío empiezan a llenarse de promesas.
Es el aroma de las ollas repletas de caracoles o cabrillas —más grandes y de sabor más intenso— que burbujean en los mostradores de los bares como si llevaran siglos haciéndolo. Y probablemente sea así. Porque en esta ciudad donde el calor no perdona y la tapa es religión, los caracoles de mayo no son solo un plato: son una ceremonia popular, un rito.
Aunque suene exótico a quienes no hayan nacido con una barra de bar como prolongación del salón, el sevillano medio espera esta temporada como quien aguarda el regreso de un viejo amigo o como el turrón en Navidad. Los caracoles —esos pequeños moluscos terrestres, babosos, humildes y lentos— se convierten en mayo en protagonistas absolutos del tapeo.
No compiten, dominan. Se sirven en vasos de caña, en platillos, o incluso en cuencos para compartir. Y lo mejor es que no necesitan grandes artificios: solo una buena receta, un buen lugar y, adicionalmente, una buena compañía. Con ellos basta para un deleite general.
La receta sevillana de caracoles

La receta sevillana de caracoles es un juego de precisión. Lo primero es la paciencia (también la dedicación): purgar bien los caracoles, lavarlos varias veces hasta que estén impecables, y cocerlos con mimo es todo lo necesario. Cualquiera de estos pasos que no esté bien hecho tiene consecuencias en el resultado.
Después viene el guiso, que no admite prisas ni atajos. Lleva ajos, guindilla, hinojo, hierbabuena, comino y alguna que otra especia secreta que cada bar guarda como si fuera oro. El resultado es un caldo aromático, ligeramente picante, que convierte cada caracol en una excusa para seguir mojando pan y no levantarse de la mesa.
Por todo ello, no es un plato para los impacientes. Hay que sorber, pinchar, repetir. Contra la imagen del señorito sevillano, hay que mancharse un poco las manos, mojarse los dedos y reír entre bocado y bocado. Es una tapa que no se entiende sin charla, sin una cerveza bien tirada o un tinto con casera, sin la barra llena de gente que aplaude cuando llega otra olla caliente.
Estos caracoles son más que comida: son una postal viva del costumbrismo sevillano. Los bares se convierten en templos improvisados de esta liturgia molusca. Aparecen carteles improvisados en puertas y ventanas que rezan “Hay caracoles”, como si se tratara de un bien escaso o de una aparición milagrosa. El milagro es, en los tiempos que corren, haber tenido la paciencia y el tiempo de hacerlos.
Un plato de verdadera temporada

Y lo cierto es que lo es. Porque solo están unas semanas, entre primavera y verano, cuando el clima los vuelve abundantes y las ganas de calle se multiplican. Después, desaparecen hasta el año siguiente, se esconden, como las mejores tradiciones.
Algunos bares incluso han construido su fama gracias a ellos. Lugares como Bodega La Mina, El Cateto, Cervecería Pepe Cruz ‘Casa Pepito’, Casa Pepito, El Tremendo, Bar Coli, La Paraíta y La Rosaleda se llenan desde media tarde de vecinos, turistas y devotos del caracol. No importa la hora ni la edad: si hay caracoles, hay cola. Y si hay cola, hay espectáculo.
En realidad, parte del encanto está también en observar cómo se sirven, cómo se pican, cómo se discute si están más buenos este año o el pasado, como las añadas de vino. En una ciudad que vive con los cinco sentidos, donde la música, la devoción y la fiesta son casi inseparables, los caracoles de mayo son una tradición sin solemnidades ni bares hipster, pero con mucho peso. Son memoria comestible, rito de paso estacional, y excusa perfecta para quedarse un rato más en la calle.
Sevilla, en mayo, no se entiende sin el picante dulzor de un buen caldo de caracoles. Es uno de esos placeres que se disfrutan sin prisas, como debe ser. Porque aquí, hasta lo más sencillo se convierte en arte cuando se sirve en un plato.