Este año he tenido la suerte de acudir a varios encuentros gastronómicos que se salen de lo habitual. No son las ferias multitudinarias ni los congresos cerrados para profesionales, sino espacios de conversación, descubrimiento y reflexión. Me interesa especialmente ese formato porque abre temas que afectan a la hostelería en general: el futuro de los bares, cómo consume la nueva generación, el papel de las ciudades pequeñas en la restauración. Son preguntas que no se resuelven en una cata ni en un showcooking, y que quizás no se resuelvan nunca, pero que conviene poner sobre la mesa.
Uno de ellos fue Conversaciones Heladas, organizado por los heladeros Fernando Sáenz y Angelines González, que supuso un soplo de aire fresco allá por mayo. Tenía muchas ganas de acudir a ese encuentro porque había oído maravillas, porque siempre que he debatido con Fernando ha sido gratificante, y porque me moría de ganas de probar aquel helado de sombra de higuera —ahora imitado por muchos— del que todo el mundo hablaba con la misma pasión de quien descubre el amor. Acabó siendo un acierto acudir, descubrir proyectos como Arsa o Café Bar Verónicas, conocer a gente nueva que se mueve en ámbitos distintos, y llevarme la sensación de haber vivido un ambiente íntimo, reflexivo, estimulante.
En agosto llegó Mama Festival Gastronómico, que parecía algo mucho más institucional, quizás porque detrás del evento estaba un chef con dos estrellas Michelin y un polémico pasado en redes. Pero Ezcaray (La Rioja) me sorprendió para bien de muchas formas distintas. Me volví con los ojos llenos de sueño de trasnochar, con la tripa repleta de comidas deliciosas y con el alma llena por haber vuelto a ver a amigos y sumar nuevos. Pero, sobre todo, me volví con una pregunta que lleva persiguiéndome varias semanas: ¿es posible que Francis Paniego haya organizado el congreso gastronómico más feminista de España?
Francis Paniego no es, aparentemente, amigo del modelo progresista. Pero resulta que ha impulsado un festival de lo más inclusivo, abierto e igualitario.
La paradoja es evidente. Francis Paniego es conocido por muchos como el azote de Twitter. Su personalidad impulsiva le llevaba, a menudo, a reaccionar ante las publicaciones de otros, dejando claros sus ideales políticos. No es, aparentemente, amigo del modelo progresista y aprovechaba cada ocasión para dejarlo claro. Pero resulta que Francis Paniego ha impulsado un festival de lo más inclusivo, abierto e igualitario.
Mama nació hace seis años como homenaje a Marisa Sánchez, la matriarca de los Paniego, y tras la pandemia ha vuelto con más fuerza, más libre, más cercano. Un congreso que rompe la cuarta pared y sale del recinto de ponencias, con una escala manejable, un ambiente festivo. Y, lo más importante (y algo que en otros encuentros parece imposible), pone de manifiesto que sacar una foto donde las mujeres cocineras estén representadas en gran número es posible. Y necesario. Que no es que no haya, sino que hay que hacer el esfuerzo de encontrarlas. Y tener interés en invitarlas.
Ese gesto es más que simbólico. Vicky Sevilla, invitada como parte de la región protagonista —Valencia—, dijo en su breve discurso de inauguración que “este festival debería replicarse en toda España”. Ella misma buscó referentes femeninos para formarse, cocineras como Susi Díaz y Begoña Rodrigo, que han sabido compaginar la vida familiar con una carrera exigente. Verlas arriba animó a que otras siguieran su camino. Esa es la importancia de las fotos, de los modelos visibles. Este festival cumple un papel importante al incluir de manera natural a un gran número de mujeres que se alternaban en el escenario con otros cocineros.
Pone de manifiesto que sacar una foto donde las mujeres cocineras estén representadas en gran número es posible. Y necesario.
La propia Begoña Rodrigo admitía que durante un tiempo no acudía a congresos en los que no hubiese más mujeres. Este compromiso, lejos de ayudar, supuso para ella una barrera y, sin querer, contribuía a que la foto siguiese siendo pura testosterona. Carme Ruscalleda, otra de las grandes cocineras que ha dado este país, rechazó hace no mucho el premio a la “mejor chef femenina del mundo” que le había concedido la guía 50 Best Restaurants porque entendía que la división de géneros en la gastronomía no tenía sentido. Y parece que para el festival de Ezcaray tampoco lo tiene.
Como tampoco lo tiene la división de alta y baja cultura para las cosas del comer. Quizás porque en Echaurren conviven un gastronómico con un restaurante a la carta, se abrió un espacio para hablar de las cocineras invisibles, las que se quedan tras las puertas del comedor, fuera de las guías.
De poco sirve organizar congresos y encuentros en recintos cerrados a los que solo acudimos los profesionales. Mama ha entendido muy bien la necesidad de abrir las puertas.
El hecho de que se invitase a quienes subían al escenario a reinterpretar recetas que hacían sus madres sirvió para reivindicar el papel de la cocina más importante que existe: la del día a día, que hacen —casi siempre— las mujeres dentro del hogar. Se dio pie, también, a desmitificar que todas ellas, madres y abuelas, cocinaban bien. Porque si nunca lo has hecho bien, tener descendencia no te va a cambiar. Y no pasa nada. La vida sigue y puede que tu prole acabe por convertirse en una figura respetada de la cocina.
El festival también me hizo pensar en lo rural. Si realmente existe un movimiento que reivindica la vida y la cocina de los pueblos, son este tipo de acciones las que consiguen crear un poso que perdure en la memoria.
De poco sirve organizar congresos y encuentros en recintos cerrados a los que solo acudimos los profesionales. Creo que Mama ha entendido muy bien la necesidad de abrir las puertas. Derribar barreras y hacer partícipe a más personas. Sacar a la plaza los puestos de productores. Hacer concursos populares con algo tan terrenal como la croqueta. Comidas en la calle. Aliarse con los agentes culturales, con bandas de música folclórica y, en definitiva, abrir un poco las ventanas para renovar el aire.
Porque, al final, son esos pequeños actos los que benefician al tejido del lugar y permiten a quien se acerca a curiosear comprar un par de tomates en el puesto de aquí y un libro allá —porque la librería ha aprovechado para sacar a la calle su colección de títulos de gastronomía—, tomarse un helado y, de paso, hacer noche. Incluir la vida cotidiana y que sea un “todo para el pueblo, con el pueblo”.