El llonguet resiste entre la industrialización y el recuerdo de quienes aún lo amasan a mano. Quizá no lo conozcas —y no me extraña—, porque este pan tradicional de Cataluña y Baleares anda en vías de extinción. Es un panecillo de miga prieta y hebrosa, de corteza ligeramente dorada y con una hendidura central, delicado y rotundo a la vez. Un pan que, como tantos otros, no se deja domesticar por la industrialización.
Más allá de la receta, el llonguet guarda memoria: de mujeres que amasaban en silencio en el campo, o de obradores de barrio que marcaban el ritmo de la ciudad, de meriendas improvisadas con chocolate Dolca, aquel que llamábamos pijama por el diseño de su envoltura. Perderlo sería perder una parte de nuestra cultura.
Un pan con memoria femenina
Aunque su origen no es claro, parece surgir en el entorno rural, un pan fácil de transportar por su tamaño y sin necesidad de transportar un cuchillo para cortarlo, gracias a su hendidura, pan de pastores, un poco rudo… pero siempre me ha evocado algo más profundo: el papel de las mujeres en la gastronomía.
Durante siglos, ellas fueron las guardianas de los alimentos, las transmisoras del saber culinario que sostenía a la familia y la comunidad. Esa hendidura central puede leerse como símbolo de vida, de labios que alimentan, de un matriarcado escondido entre migas. El gesto artesanal de abrir la masa conecta con la tierra y el cuerpo femenino, con ese origen al que siempre volvemos cuando hablamos de pan.
De la mesa escolar a la tostadora
El llonguet se popularizó en entornos urbanos para facilitar los bocadillos y se convirtió en un pan muy consumido en Barcelona entre los años 70 y 80. Lo recuerdo en manos de mi abuelo, que me esperaba a la salida del colegio con una tableta de chocolate. Partía el pan con las manos, encajaba un par de onzas y convertía la merienda en un ritual.

Hoy, ese gesto parece imposible. El llonguet no te lo cortan a rodajas cómodas para tostar, no admite producción mecánica y exige manos expertas. En una sociedad que lo quiere todo fácil y rápido, se ha convertido en un pan incómodo, casi rebelde.
La mirada de los panaderos
Para entender su resistencia, me acerqué hasta Panes Creativos para hablar con Daniel Jordà, tercera generación de panaderos artesanos. Su padre fundó el histórico Forn Trinitat, donde el llonguet era parte del día a día.

Para él, esta pieza es casi un termómetro del oficio y aunque ahora los hornos son mucho más supersónicos, él lo sigue elaborando en su obrador: “En los hornos de leña giratorios no había vapor automático. El llonguet, colocado en las primeras tandas, creaba la humedad necesaria para el resto de panes. Era un pan que ayudaba a otros a nacer. Cuando el vapor era oro para el panadero”, me explica mientras recuerda cómo en los años 70 los clientes lo pedían para el trabajo, el desayuno o la merienda de los niños.
Pero no todos en el obrador tenían la mano para formarlo: “En casa, mi hermano era el experto de la familia”, reconoce. Su elaboración exige un cuidado artesanal que la industria no está dispuesta a pagar. Y cuando un pan pequeño y delicado resulta caro de producir, se convierte en pieza en peligro de extinción.
Copons: el futuro en un horno antiguo
La esperanza, sin embargo, existe. También en el pequeño pueblo de Copons (a 24 km de Barcelona), David ha devuelto la vida a un horno centenario que llevaba nueve años cerrado. Su obrador, Pa del David, se ha convertido en punto de encuentro: el sábado, quien no reserva pan, se queda sin él.
David no recuerda haber comido llonguet de niño. Aprendió a elaborarlo junto a Lluís, maestro panadero del Forn de Jorba, que estaba a punto de jubilarse. Ese aprendizaje fue un intercambio generacional: tradición y la recuperación de la masa madre, nutriéndose mutuamente. El llonguet le conquistó: un pan pastoril, fácil de cortar y compartir.

Hoy, sus llonguets viajan a las manos de mayores que vuelven a su infancia y de padres que los recuperan para la merienda de sus hijos. “Es un pan caro para su tamaño —me dice Sara, su compañera de viaje y parte importante del proyecto—, pero cuando los clientes preguntan, les contamos el proceso, los pliegues, la cocción… y entienden el valor que tiene”.
Panes que son cultura
Este pan no se deja atrapar por las máquinas. Necesita de manos artesanas, paciencia, amor y pasión por el oficio. Precisamente por eso es frágil: porque no encaja en una economía que premia la rapidez y lo estándar. Perder panes como este no significa solo perder una receta: significa perder historias, oficios y cultura.
El llonguet resiste en Baleares, donde hasta le han dedicado una festividad, y en pequeños obradores que lo siguen reivindicando. Ojalá no desaparezca, sobreviva no solo en las fotos antiguas, sino en mesas vivas, con migas que se parten a mano y se comparten sin prisas con la gente que quieres.