El culto a los muertos se ha mantenido como una práctica común en diferentes culturas y sociedades. A lo largo de la historia, se ha honrado a los difuntos con epitafios, lápidas, esculturas o retratos, así como con regalos como las flores dejadas sobre las tumbas. Como complemento a este homenaje en recuerdo del difunto, ha habido otro obsequio recurrente, la comida, una ofrenda presente tanto en religiones de raíz románica como mesoamericana. Así, el culto a los muertos a través de la comida es una tradición que ya estaba vigente en la Roma clásica, y de la que actualmente podemos encontrar un paralelismo en México.
El Día y el Altar de Muertos en México
Comenzamos con México, donde existe la tradición de obsequiar a los muertos con su comida preferida durante la celebración del Día de Muertos. Esta costumbre gira alrededor del Altar de Muertos, una mesa dispuesta con unos objetos y unos platos determinados para favorecer la llegada del difunto a casa y su reencuentro con los familiares vivos.
Según marca la tradición, hay varios elementos recurrentes para que el ritual funcione. Para empezar, sobre un mantel blanco, símbolo de la pureza espiritual, han de descansar elementos como velas —cuya luz ha de guiar al difunto hasta la mesa— y fotografías de los difuntos acompañadas de la comida preferida de cada uno.

Entre la comida destaca el mole, las enchiladas o el pan de muerto, además de dulces como el tejocote, el dulce de calabaza o frutas como la guayaba o la mandarina. Además, se sirve agua para que los muertos calmen su sed después de un largo viaje desde el Más Allá.
Para atraer al difunto a la mesa tampoco pueden faltar el incienso —que también tiene la función de ahuyentar los malos espíritus— o la flor Cempasúchil, una flor cuyo color amarillo se identifica con la luz del sol y cuyos pétalos se disponen formando un camino desde la entrada del hogar. Para acabar, además del simbolismo de los elementos dispuestos sobre la mesa, destaca el de la decoración, como el del papel picado —papel de color troquelado— que simboliza el aire, uno de los cuatro elementos terrenales que conforman la invocación del ritual.
El altar se mantiene durante cuatro días, del 30 de octubre al 2 de noviembre, recibiendo a los difuntos en un estricto orden: el primer día llegan los niños sin bautizar; el 31, los bautizados, y el 1, los adultos. La comida, que los muertos han de degustar con el acompañamiento de sus canciones preferidas, se retira el día 3. Es justo ese día cuando algunas familias celebran un banquete para despedirse de sus difuntos y desearles un buen viaje de vuelta a Mitclán, el particular Más Allá mexicano.
Algunos aprovechan el banquete para consumir una parte de la ofrenda, aunque hay limitaciones: solo se pueden consumir las frutas, los dulces empaquetados y el pan de muerto. El resto de la comida, o bien se ha echado a perder por el trascurso del tiempo o se considera insípida, pues, según la costumbre, los muertos no tocan físicamente los alimentos, pero sí devoran su esencia. En cualquier caso, para degustar cualquier alimento que formaba parte de la ofrenda, se ha de pedir permiso al difunto a quien iba dirigido.
El origen del Altar de Muertos
Se cuenta que el origen de la tradición del Altar de Muertos se remonta a la época mesoamericana o prehispánica, cuando, en el mes de Quecholi —equivalente al periodo actual del 30 de octubre al 18 de noviembre—, los nativos precolombinos elaboraban una especie de pequeñas flechas que, atadas a dos tamales, se disponían sobre los sepulcros.

Además, existía también la tradición de ofrecer a los difuntos el corazón aún palpitante de una doncella sacrificada. Según algunos estudiosos, con la colonización hispánica, esta última ofrenda evolucionaría hacia el pan de muertos por influencia del Pan de Ánimas, una antigua masa que se repartía entre los vagabundos en la España colombina durante Todos los Santos.
De esta tradición, ya extinta, tan solo queda una curiosidad: en algunas regiones de las Islas Canarias, los niños van casa por casa pidiendo “pan por Dios”. A cambio de este ruego, reciben frutos secos o frutas de temporada. Aquí podríamos trazar también una conexión con la celebración de Halloween.
La cosecha: escenario recurrente de la celebración de muertos
La coincidencia de las fechas de la ofrenda mesoamericana con la celebración del Día de Todos los Santos no es baladí. Según cuenta Luisa Elena Noriega, investigadora de la Universidad de Salamanca, en la primera quincena de noviembre acababa el periodo agrícola, cuando se recogía la materia prima que la tierra había hecho crecer durante todo el año y que, simbólicamente, moría por acción humana.
Esta relación temporal entre la agricultura y el culto a los muertos la encontramos también en la época clásica romana, cuando los familiares de los difuntos sacrificaban un cerdo a Ceres, la diosa de la agricultura, para purificarse a sí mismos después de haber presenciado el cadáver del familiar difunto, hecho que se consideraba de mal augurio.
La superstición romana y el culto a los muertos
El sacrificio a Ceres es tan solo un ejemplo de la superstición romana. La principal muestra es que, tan pronto el familiar había muerto, se encomendaba su espíritu a los manes, las divinidades de los antepasados difuntos. Se hacía mediante la inscripción “di manibus (d. m.)” en la lápida del difunto, pero la superstición no acaba aquí. Para conseguir protección y salud de parte de los manes, los romanos los tenían que honrar tanto en el momento de la muerte como en diferentes fechas a lo largo del año.

A partir de la muerte, se velaba al difunto durante nueve días en su casa familiar y se sucedían sacrificios y banquetes. Al acabar este plazo, cuando el muerto era sepultado o incinerado, se ofrecían libaciones de vino, leche e incluso sangre, un símbolo de vida e inmortalidad. También se ofrecía un cordero en sacrificio, cuya carne se consumía al finalizar el funeral, para purificar las deidades de la casa, que podían haberse contaminado del influjo mortal. Finalmente, se celebraba un banquete en el que, además del cordero, no podían faltar los huevos, el apio, la sal, las aves, las lentejas y las habas —la mitología contaba que estas habían surgido de un hilo de sangre humana—.
Durante el año, destacaba la celebración de las Parentalia, del 13 al 21 de febrero. Estas festividades requerían la máxima privacidad de las familias, por lo que se cancelaban los demás eventos sociales. Se consideraba que los muertos tomaban las calles para consumir los alimentos que sus familias habían dejado en ofrenda sobre las tumbas: granos de cereal, sal y vino, así como unas violetas —una reminiscencia de las flores que se dejan en los cementerios actuales—. Durante estos días, los altares de la casa, dedicados a los manes y otras deidades, estaban apagados y las puertas de los templos cerradas.
Más allá de las Parentalia, en cada casa se celebraban dos fiestas anuales, una por la fecha de nacimiento del difunto y otra por la de la muerte. La ofrenda de estos días consistía en introducir leche, vino, aceite y perfume a través de un orificio practicado directamente en el sepulcro. Esta ofrenda, cómo no, también concluía con un sacrificio y un banquete.

Además de en la necrópolis, los romanos honraban a los “manes” en la casa o “domus”, en un altar fijo, ganado al “atrio” o patio central, aunque en las villas de las familias más adineradas se llegaba a reservar una habitación para este fin. Dependiendo de la época histórica, en este altar llegó a figurar desde la inscripción “di manibus” hasta máscaras mortuorias —moldeadas con cera sobre el rostro del muerto—, pequeñas figuras de madera o bustos de materiales más duros como la arcilla o incluso la piedra.
La principal diferencia entre la tradición mexicana y la romana es que mientras que los primeros rinden homenaje a sus muertos por un sentimiento nostálgico y comunitario, los segundos lo hacían sobre todo por superstición. Consideraban que, si no honraban correctamente a los muertos, estos, en lugar de “manes” —divinidades amables que protegían el hogar y su destino—, acabarían convirtiéndose en “lémures”, una especie de antecedentes de nuestros “poltergeists”, espíritus malvados que los atormentarían en sueños y podrían llegar a cambiar sus destinos o interrumpir sus vidas.
En cualquier caso, en la costumbre de obsequiar a los muertos con ofrendas de comida, podemos ver como los alimentos van más allá de su materialidad, de su carácter puramente nutritivo, potenciándose el discurso que estos alimentos tienen asociado. En este caso, el recuerdo a los difuntos.

