La llegada a Calvero no es fácil. Hay que superar barreras. Las mentales que te hacen desconfiar de un restaurante dentro de un casino; y las físicas, ya que el propio casino no permite el acceso sin registro previo, DNI en mano. Superado ese momento, todo fluye con más naturalidad.
Al llegar a la mesa uno intuye que no está ante algo canónico. El servicio arranca con pan y aceite de variedad cornicabra —de la Comunidad de Madrid— y una gilda doble de aceituna gordal. Un inicio perfecto, con la acidez precisa que despierta el paladar y lo prepara para lo que vendrá. Se podría pensar que el uso de encurtidos intenta suavizar un exceso de grasa posterior, pero nada más lejos de la realidad.
Los dos caldos
Juanjo López se pasea por las mesas explicando el cocido: “No se parece a lo que habéis probado, sobre todo los dos caldos del principio”. Unos minutos antes me habían explicado que por cada comensal se producen cerca de tres litros de caldo. El primero, de shiitake con velo ibérico y un concepto japonés de limpieza y precisión como nota de fondo. Salado en su justa medida, con el pequeño empuje de la papada, que resulta casi anecdótica entre la textura tan cárnica de la seta.
Le sigue un caldo de nabo, que llega a la mesa escondido bajo una campana en vajilla de plata que le otorga un color rojizo al reflejar la luz. Sobre él, un trozo de nabo cocido y una porción de anguila rematan la jugada. Muy al fondo aparece un mínimo amargor escondido tras la reducción y el ahumado. Caldos elegantes, anoto. Muy desgrasados, que buscan evitar las digestiones difíciles asociadas a esta receta.
El cocido, un plato de todos
La sala se coordina con precisión. Son rápidos y atentos. Tienen que serlo para cubrir todas las mesas de un local con estas dimensiones y sortear, además, algún que otro escalón. Observándolos, intuyo que yo soy la mesa seis. Casi sin darme cuenta llega la sopa de fideo de trigo duro en un cuenco sin florituras. Solo tres piparras rompen la sobriedad de la mesa. Los fideos son artesanales y provienen de Zamora. “Son más caros, pero nada que sea significativo para defender un buen producto”, comenta el cocinero.

Es un fideo perfectamente cocido: nada blando, nada duro. En una sopa que se sirve al gusto individual y yo elijo más espesa que caldosa. Ante la duda, el camarero que se ocupa de mi mesa me pregunta cuando estoy a medio camino si quiero un poco más de caldo. Y lo quiero, ya lo creo. Pero sé que todavía quedan vuelcos y hago un esfuerzo por contenerme.
Me entretengo mirando como con un simple juego de cortinas e iluminación se ha conseguido crear un espacio cálido y acogedor. Aparecen los garbanzos mareados, “cocidos con caldo y un poquito de tomate con comino, a la manera tradicional”, me explica López. Un garbanzo de Fuentesaúco que mantiene su textura con una cocción justa que sospecho no le gustará a todos los paladares, más acostumbrados a las legumbres olvidadas en la lumbre.
Voy cogiendo cucharadas y a la segunda me acuerdo de mi abuela. Qué manido, ¿no?, pero lo cierto es que si algo distingue al cocido de mi abuela Gloria es que ella preparaba una salsa de tomate con caldo de cocido y comino que siempre ponía en un cuenco para acompañar los garbanzos. Hay muchas formas de entender el cocido, pienso, cuando me doy cuenta de que mi otra abuela, Alicia, no hacía salsa de tomate, pero sí se tomaba su tiempo haciendo rellenos, como buena castellana. Empiezo a entender a Juanjo López y las vueltas que le da a este plato que, aunque se reivindique desde Madrid, es de todos y de nadie.
Un cocido que hace pensar
La bola de solomillo y presa me saca de mis reflexiones cuando llega a mi encerrada en una hoja de col. Juanjo me pregunta qué tal. “Me estás haciendo pensar”, le contesto. Eso le gusta, me dice. Y me llevo a la boca un trozo de esa pelota que, de nuevo, tiene la textura perfecta, pero que seguro incomoda a algunos por su interior rosado. Es un cocido sin concesiones, pienso para mí. Podría ajustarse a la mordida del garbanzo o a un punto de la carne más complaciente, pero prefiere mantenerse en su convicción. Tiene algo de vocación didáctica.

“Lujo es cuando encuentras cosas que son sencillas y que tú tienes la oportunidad de conocer. Que alguien te las brinde y te abre sus puertas para enseñártelas, ese es el lujo”, me dijo López un rato antes. Le divierte hacer cocidos y se nota. Se le ve contento, bromea con algunas mesas. Ha convertido esta receta en algo delicado y sigue dándole vueltas. Tanto que ya está tramando un cocido de pescado. “Queremos hacer una versión del cocido como lo vería un japonés. Lo haré con Lucía Medina, que ha trabajado conmigo y estuvo también con Albert Adrià”, afirma.
Mientras sigo con mis cábalas, llega el tuétano con un apio elevado a la categoría de caviar vegetal y unas pequeñas tostadas de pan de maíz. Lo crocante, lo crujiente y lo fundente. No es nada fácil dar con el punto de cocción del tuétano. Si te pasas se deshace. Aquí mantiene su estructura y casi parece anticipar esa sensación al meter la cuchara en el flan que vendrá después.
Pero antes es el turno de la ropa vieja hecha al momento con huevo frito y un poco de sal. Zanahoria, carnes de las patas de ternera, pollo y col, se mezclan con la yema de huevo, una de las mejores salsas del mundo. Sobre el conjunto destaca la excelente calidad del tocino que mantiene su sabor a campo, algo que se suele perder en las carnes cocidas. Juanjo López le pone detalles. Pequeñas licencias como la brunoise de cebolla que camufla encima del huevo como si fueran escamas de sal y que sirve para aportar destellos de frescor.
Un caldo que se comercializará
Hasta aquí el cocido. Siete vuelcos, tres sopas, y un equilibrio entre lo vegetal y lo animal que rara vez se encuentra en los cocidos fuera de casa. Este es un divertimento estudiado y diferente, que va desde un inicio abstracto hasta lo más reconocible. Son las mil vidas de un cocido. Los caldos, la verdura, la carne, la sustancia del tuétano, la ropa vieja. Lo que pudo ser en un lado u otro del mapa para acabar en Madrid.
Hacia las tres y media de la tarde, el casino se empieza a animar. Recuerdo entonces que en una de nuestras conversaciones, sentado al otro lado de la mesa, me dijo que en la vida tan importante es tener buena suerte como no tener mala suerte. A mí me sonrió la fortuna y el chef me regaló una primicia: su caldo comenzará a comercializarse pronto bajo la firma de El Paeller.
El momento gastronómico de Madrid
Le pregunté cómo veía Madrid. “Yo llevo mucho tiempo diciendo un poco lo mismo, pero en este mundo cuando dices algo que no gusta, te acusan de ser negativo. Pero es que al final, yo creo que en Madrid estamos ahora mismo en un momento donde hay mucha más oferta que demanda y todo se va reajustando”.

Hablamos también de la dinámica de los restaurantes que son flor de unos días, de la búsqueda de la novedad por parte de una clientela ansiosa por publicar que ya ha estado en la última apertura. “Madrid es una ciudad de ver y ser visto”, dice, “y ahora que ha alcanzado la entidad de gran ciudad es otro Madrid, pero me sigue maravillando”.
Y entonces llegó el flan de huevo con chantilly y una rosquilla que hacen ex profeso para estos días de cocido y mus. Todo se acompaña con una palomita en copa, un anís rebajado con agua que se solía poner antes en la capital. Juanjo López habla de un Madrid que se está apagando. De bares donde se cantaban las comandas y se celebraba el bote. No es un flan cremoso de los que están ahora de moda. No baila en el plato, pero sí en la boca. Es un flan de huevo, simple y de textura firme y dulzor escaso porque se acompaña de una nata batida dulce. Un buen cierre para este festín.
Un último pensamiento me asalta antes de levantarme y es que la estética en la presentación de los platos es de una sobriedad absolutamente moderna. Así es el cocido de Juanjo López, contemporáneo, sobrio y memorable. Al menos yo lo voy a recordar mucho tiempo.


