Más de medio siglo, que se dice pronto, lleva Manolo Prieto con su locomotora de castañas en los meses fríos y su carrito de helados caseros cuando aflora la primavera en el corazón de Santiago de Compostela (Galicia), en ese triángulo lleno de vida y trasiego de gentes entre el parque de la Alameda, Porta Faxeira y la praza do Toural. En tiempos de Starbucks, McFlurry y prisa, el suyo es de esos oficios que aún resisten, un símbolo de paciencia, buen producto y saber ancestral.
Ourensano de nacimiento y picheleiro de corazón, lo suyo no es pensar en la jubilación ni quedarse en casa viendo la tele. Miles y miles de estudiantes, compostelanos —de cuna y adoptivos—, y también, cada vez más, peregrinos y turistas han sostenido entre sus manos uno de los patrimonios inmateriales de la ciudad empedrada: uno de sus cucuruchos humeantes cargados de castañas, o un helado artesano en esas tardes de agosto en las que ahoga el bochorno. Manolo y su mujer, Ofelia —cada uno con un carrito— están acostumbrados a las largas colas frente a sus puestecitos ambulantes.
Como dice el refrán: de casta le viene al galgo. El negocio es herencia familiar, totalmente autodidacta, y lo aprendió bien temprano. Su padre empezó en 1947. “Era heladero y se metió a castañeiro”, nos cuenta Manolo. Comenzó a trabajar con su padre a los trece o catorce años, y sigue usando sus recetas de helado, combinadas con otras propias. “Eran otros tiempos y había que ayudar en casa”.
Jornada espartana: siete días a la semana
La rutina de Manolo tiene algo de espartano. Vive frente al local donde “duermen” sus locomotoras y el carrito de helados que continúa con el legado paterno: La Imperial. Se levanta temprano y baja a picar a las castañas durante un buen rato por la mañana. En verano, la franja matutina la destina a preparar los helados. “El eterno favorito es el de chocolate, aunque gustan todos”.

Come temprano y sale, y no regresa a casa hasta que ya es de noche. ¿Los domingos? Los domingos también. “Son siempre muchas horas en la calle”, explica, aunque eso es lo que a él le gusta: el bullicio, la charla, estar en contacto con la gente.
Trabaja los siete días de la semana y descansa un par de meses al año, cuando se esfuma la temporada de castañas, en enero, y toca esperar a que llegue la primavera, los días se alarguen y los helados apetezcan. “Puede ser en marzo, puede ser abril. Depende del año y de lo que llueva”. Normalmente, pone helados a partir de San José. Como todo negocio callejero, Manolo vive a merced del tiempo. Si hay un temporal de los gordos, no puede vender castañas.
Aunque su cotidianidad ha permanecido prácticamente inalterable a lo largo de las décadas, también han llegado avances, como el motor para la locomotora. “La primera se la hizo a mi padre, el señor Currás, un ferreiro de O Pinto, y la doné al Museo do Pobo Galego”, relata. Los arreglos los hace él, que además de heladero, tiene formación de electricista.
La lluvia y la sequía deciden cada temporada
¿Cómo es la temporada de castañas de este año? “Escasa: hubo mucha sequía. En la zona de Ourense tenemos un refrán que dice 'a castaña quere en agosto arder e en setembro beber', y este año no llovió en septiembre”, cuenta Manolo. Antes había numerosos proveedores gallegos que cuidaban de los soutos y le traían las castañas desde las aldeas.

Ahora, muchas veces tiene que ir él mismo a por ellas a la frontera con Portugal, a la zona del Barco de Valdeorras y Verín, de este lado, o a Braganza, del otro, en la provincia de Trás-os-Montes. “Allí cada vez hay más producción, variedades diversas y se valora más: es una castaña de muy buena calidad”. Siempre se asegura de que el fruto seco sea el óptimo para que los clientes disfruten del manjar otoñal: castañas asadas, calentitas y olorosas. Y por eso, la castaña temprana no le convence, y suele esperar a finales de octubre para despacharla.
Todavía no sabe si tendrá relevo generacional —por ahora, se conforma con que a sus hijos les vaya bien en el instituto—, pero de jubilarse no quiere oír ni hablar. “No me gusta el sofá, para mí la casa es una cárcel”, se ríe. Los días que no trabaja va a las fincas y al viñedo que tiene en Ribeira Sacra: también hace vino, pero por placer, para consumo propio.
¿Castañas o helados, con qué se queda? Le gustan mucho ambas cosas, pero le resultan más entrañables las castañas. “El ambiente de otoño es más llevadero”. Ninguna franquicia evita que siga teniendo largas colas zigzagueantes y niños y mayores, parejas y abuelos esperando religiosamente su cucurucho invernal o veraniego. Por aquí, Manolo es casi una institución.
