Poco se suele hablar de la cocina mediterránea más allá de Italia. Los italianos siempre han sido especialistas del marketing y se han adueñado del relato. Tampoco se puede negar que, cuando se habla de dieta mediterránea desde España, a menudo se hace pensando hacia dentro.
Casi nadie recuerda que esta masa de agua que inspiró una de las canciones más bellas de Serrat también baña Egipto, Libia, Marruecos, Turquía, Siria o Grecia. Es, precisamente, este último país el que alimenta la cocina del restaurante Margarit.
Un griego que recurre a la memoria gustativa

En el corazón de Poble-sec (Barcelona), donde ya en 1935 existía un bar con el mismo nombre que servía caracoles guisados —por los que aún preguntan muchos—, el chef griego Stefanos Balis ha abierto un restaurante íntimo, de estética industrial, cocina vista y profundamente identitario. No es un griego de postal —nada de columnas jónicas ni mezzés para turistas— sino un espacio donde las raíces se expresan en voz baja, con ingredientes familiares y platos que activan la memoria gustativa, incluso sin recuerdos asociados.
A veces basta un bocado para tender un puente entre dos culturas. O, en el caso de Margarit, basta dejarse llevar por la mano de Balis y su equipo, con Jordi Fenoll a la cabeza, para comprobar que el Mediterráneo no es una frontera, sino un lenguaje común.
Balis, eléctrico de formación antes que cocinero, lleva la precisión en los dedos y la memoria en el paladar. Su paso por Hofmann, Rilke o el Pizzicato del Palau de la Música le ha dado herramientas con las que elabora platos como quien escribe una carta a casa, en la lengua aprendida de quien le acoge. Su camino se cruzó con el de Fenoll hace años en Bistró Bardot (ahora cerrado), y el valenciano aporta su granito de arena con el recetario de su tierra, lo que da aún más solidez al proyecto. “La carta es un viaje de Grecia a Valencia pasando por Palestina”, afirma Fenoll desde la barra (siempre ocupada) mientras canta comandas.
Platos con mucha intención

Así encajan preparaciones como el taramas, una pasta de huevas de bacalao que conecta con la brandada, pero cuyo sabor salado y ligeramente ahumado coloca la mente en otro lugar e invita a untar pan. Quizá por eso han elegido una estupenda hogaza de masa madre del Forn Serra para rebañar los platillos pensados para compartir. El taramas se acompaña de vegetales crocantes, a veces remolacha, otras pepinillos, que entre tanta cremosidad recuerdan a los dientes para qué están hechos.
Otro pan, esta vez pita, tiene también su hueco en la carta. Frita y acompañada de miel y albaricoques, recuerda a la pizza frita típica de Nápoles. Entre sus masas destaca la petaroudia —“la pita del Peloponeso”, aclaran— rellena de acelgas y espinacas con queso, un emparedado mediterráneo que merece la pena probar.
Los fines de semana, el pan pita se convierte en excusa para jugar: rellenos de gallo negro, graviera (un queso azul griego) y huevo poché, desafían la lógica de lo que se entiende por comida callejera. Y ahí está el truco: borrar la línea entre lo popular y lo novedoso.
Aquí no hay platos por inercia. Todo tiene intención, como el cordero palestino, guisado con sumac, zanahoria y limón, que se liga con mantequilla hasta obtener una textura untuosa y envolvente. O las pastas artesanales que recuerdan a un cuscús fermentado, hechas con yogur y harina, que aquí se sirven con sepionet y un toque de taramas.

La skordalia, un puré denso de patata, ajo y pan, llega con bacalao en tempura Orly y se funde con un suquet de gambas que podría haber nacido en cualquier casa catalana. ¿Tradición? Sí. ¿Fusión? No exactamente. Esto es más bien una conversación entre dos orillas distintas de un mismo mar. Margarit es el encuentro de estos mundos y de otras cocinas que han pasado por los territorios de cada cocinero: la otomana en la parte griega y la árabe en la española.
La carta de vinos es corta, pero reveladora: pequeños productores catalanes, algunas referencias griegas poco frecuentes en Barcelona y destilados como el Mastika, ese licor resinoso hecho de lentisco que te transporta directamente a la isla de Quíos sin necesidad de barco.
Los postres siguen la misma línea, sin perder delicadeza. El tulumba —primo frito de la almojábana valenciana— se presenta con una crema de azafrán y pistacho, con formas tan precisas que da pena romperlas. Y el manjar blanco, inspirado en el Llibre de Sent Soví, se elabora con leche de almendra y se acompaña con gelatina de manzana y pera, cerrando la comida con una nota limpia y elegante.
La barra invita a mirar lo que pasa en su cocina abierta, donde una pequeña robata, cazos y sartenes están en danza continua entre las manos de tres personas que trabajan bajo la mirada de una tríada en forma de iconos: San Járaramo (patrón del pueblo de Balis), San Efrastinos (patrón griego de los cocineros) y Maradona (sí, el futbolista). Mientras tanto, una bandada de pajaritas de origami sobrevuela esta sala con siete mesas y sillas de enea.
En Margarit, la cocina mediterránea se libera del tópico y encuentra nuevas formas de decir que lo compartido sabe mejor. // Margarit. c/Margarit, 58, Sants-Montjuïc, 08004 Barcelona. Tel.: 935 413 946.