Esta es una historia de éxito con final amargo. La vida no es una peli de Hollywood, y a veces el prota la palma y chimpún, ya está. El Bar Torrente ha tenido que cerrar. Era uno de los restaurantes más salerosos del barrio de Sant Andreu, su final ha sido un golpe inesperado para muchos, aunque no tanto para Roger González, su propietario.
“Hemos estado un año batallando, pero al final la decisión estaba clara, teníamos que cerrar. Hay gente del barrio que nos dice que los hemos dejado tirados, me lo tomo desde el cariño. Pero es duro, hay un duelo suyo y nuestro. Yo soy de aquí, me da mucha pena porque no era nuestra intención, queríamos durar más años. Aunque siento orgullo de barrio y haber hecho las cosas bien. Es triste y a la vez, es bonito”, nos cuenta.
La restauración de barrio es un negocio exigente, y aventuro que es la que probablemente nos salvará de perecer ahogados en la mediocridad estándar que se apodera del corazón de nuestras ciudades. Por eso, aventuras como la del Bar Torrente y la Bodega Crudo —también de González, en el mismo barrio—, son pequeños faros que iluminan el camino. La senda de una oferta gastronómica que conecta la calidad con la historia y el alma de nuestra tradición.
Un pasado: el Bar Torrente

A Roger todavía se le nota un poco la tristeza cuando habla. “Tener un negocio de restauración depende de muchos factores. Este ha sido un tema de vecinos y ruidos. Nos llegó un requerimiento, y no nos dieron muchas opciones. Hay una legislación, hay que cumplirla. Y aunque lo intentamos, era un local muy difícil de insonorizar. Hicimos una obra que no funcionó del todo… al final nos hemos dado cuenta de que no podía ser. Tocaba dejarlo estar", explica.
Y añade: "Lo que sí he comprendido es que las leyes y regulaciones son complicadas, siempre hay alguien que sale perjudicado… si le tengo que decir a mis clientes a las siete de la tarde que se vayan a casa, no tiene sentido como negocio ni como local”.
De nada sirvió pedir contención a los clientes, porque cuando nos estamos divirtiendo en grupo, nuestra urbanidad no suele resistir el examen de los decibelios. Cerró el Torrente y no hay ni traspaso: “Hemos perdido mucho, porque tampoco quiero dejarle el marrón a otro. No habrá traspaso, no quiero tangar a nadie. No tengo ganas de ser polémico, pero a veces pienso que si hubiésemos tenido un gran grupo inversor detrás hubiésemos tenido más oportunidades. La restauración independiente, de barrio, que prioriza la calidad… ¿Si desaparece, a dónde iremos? ¿Qué va a pasar?”
¿Objetivos cubiertos? En el Torrente se comían unas croquetas cojonudas, unos bocadillos impresionantes, unas empanadillas de conejo a la cazadora que te humedecían el lagrimal y unos guisos profundos que ya se fueron. ¡So long, Good Riddance!
Un presente: la Bodega Crudo

A Roger le queda un hijo (él lo expresa así, literal) y a nosotros nos queda la convicción que nos tatuó El rey león en la cocorota: el ciclo de la vida siempre sigue, nunca tiene un final. En la Crudo se reencarna la aventura, que es forzosamente distinta porque el modelo es diferente, pero en el fondo, el espíritu es casi igual.
Una bodega de producto noble, un espacio amable de cocina sabrosa y jovial. “Tenemos nuevos retos culinarios. Básicamente, quiero volver a divertirme. El último año ha sido un tormento, quiero volver a disfrutar”. Se han liado la carta a la cabeza y estrenan dos docenas de propuestas que convierten a la Crudo en una bodega… y algo más.
“Aquí se tiene que poder venir a tomar un vermut, a picar algo, a comer bocatas y a sentarse ante una mesa y hacer una comida o una cena completa. Ese es el reto”. No parece fácil hacerlo bien, son muchos palos simultáneos que tocar.
La Crudo tiene cocina vista, mostrador con embutidos al corte, taburetes con mesas altas, pared alicatada con baldosas decoradas con olivas, mesas bajas de mármol con sillas para quien prefiere morder y masticar con calma y tranquilidad. Hay fotos de Bud Spencer y Terence Hill decorando el fondo de la sala, el mensaje parece claro: divertirse a tortazo sabroso en el paladar.
Un futuro: divertirse al cocinar

“Ahora somos más pequeños, y, por tanto, más flexibles. Quiero hacer cosas distintas, y no sé si acertaré. Haré cosas que creo que nos faltan en el barrio y que pienso que serán rentables. Pero también quiero hacer cosas algo más arriesgadas, no tan académicas, más lo que 'me pete' incluso con planteamientos de cosas que duren solo un día”.
Roger nos lo cuenta con el mini bocata de cecina, queso azul y yema curada sobre el mármol níveo de la mesa. Un bocado de potencia desatada, todo es heavy metal en este mordisco. Desde el ligero ahumado de la cecina de León hasta la untuosidad extrema de la yema que resbala por el borde del mini mollete. ¡Ñam!
“Abrimos hace un año, y hemos mantenido el nombre de bodega, pero lo cierto es que hacemos muchas otras cosas: elaboramos mucho, ofrecemos muchas opciones de una gastronomía cuidada, con tanta variedad hay a quien no le parece bien”. ¿Hay quien se ofende?, la pregunta es obligada. “Últimamente, hay de todo, la gente se ofende, nos pusieron que una carta así era un despropósito, que me tendrán que definir eso, si son cosas ricas, donde está el despropósito en la variedad”.
La cocina de Roger es una interpretación —no me atrevo a decir ni siquiera moderna, como mucho contemporánea— de la cocina tradicional. La ensaladilla es muy cremosa, con huevas para dar un toque yodado, y las albóndigas son especialmente tiernas. Pero no hay nada raro, todo está rico. Comida de sonrisa y complicidad.

“No tenemos platos fetiche, no hago los platos pensando en realizarme como autor. O sea, hago mi cocina y soy feliz, pero no necesito que mi ego esté formando parte del plato. Mi ego está ‘guay’ si la gente está contenta y habla de nosotros. Que esa es otra: ¡lo de darse a conocer quita mucho tiempo y es algo agotador, no pienso ni quiero pasarme el día dando bocinazos!”.
Nos zampamos el (y cito literalmente de la carta) el “bocadillo que nadie se pudo comer en el Torrente”. Un combo complejo y sorprendente de papada ibérica, boniato asado, pimiento del piquillo, crema de maíz y queso fresco. Es el bocadillo de la familia, lo que comía la tripulación del Torrente a menudo antes de que tuvieran que cerrar. Un homenaje y una forma de celebrar el éxito truncado.
“Lo hago de vez en cuando, para reírme un poco de mí y también para quitarle hierro al asunto”, ríe Roger. Me parece sanísimo, como no vas a querer volver a la Crudo con esta actitud culinaria y vital. // Bodega Crudo. c/Mateu Ferran, 4, Sant Andreu, 08030 Barcelona. Tel.: 696 266 910